Mateo, lo sé, habla del evangelio del Reino. Predicó ambos, el evangelio de la gracia de Dios y el evangelio del Reino, constantemente. El evangelio de la gracia de Dios son las Buenas Nuevas de que Jesús murió por los pecadores.
El evangelio del Reino, en cambio, proclama las buenas nuevas del regreso de Jesús y su reinado. Ambos mensajes deben ser proclamados, ya sea el evangelio de la gracia o el evangelio del Reino, no hay diferencia. En ambos casos, es el evangelio: las Buenas Nuevas. Y ha de ser anunciado antes que venga el fin.
¡Oh, si nuestros políticos conocieran este programa! ¡Tratan de librarse de las guerras y matanzas, de abolir la pobreza y las enfermedades y, hasta donde sea posible, de eliminar la muerte! Celebran sus conferencias de paz, firman tratados, emplean dinero en ayuda humanitaria, y piensan que pueden lograr sus propósitos. ¡Qué poco saben!
Si conociesen el plan de Dios organizarían y enviarían al ejército más numeroso de misioneros que les fuera posible reclutar. Instalarían radioemisoras a disposición de organizaciones cristianas. Usarían su prensa para publicar el evangelio y, en pocos años, lograrían alcanzar a cada persona, hombre, mujer y niño, y todo el mundo sería evangelizado.
Entonces Cristo estaría aquí. Instalaría su Reino. La guerra desaparecería, cesarían enfermedades y pobreza, rara vez habría muerte ya que el hombre viviría la vida que se le ha asignado. Sería establecido el milenio y el gobierno humano acabaría. Cristo tomaría las riendas del gobierno y reinaría en este mundo con justicia. Habría una prosperidad que jamás se hubiese conocido.
Pero los gobernantes no lo saben y la iglesia sigue luchando. El mundo aún espera ser evangelizado y Cristo no regresa. ¿Cuándo —¡oh cuándo!— veremos el plan de Dios? ¿Cuánto hemos de esperar antes de emprender la tarea y realizarla?
Herejía peligrosa
Pero sé lo que algunos piensan. Lo oigo por todas partes. Dicen ellos: «Este no es el cometido de la iglesia. Deben hacerlo los judíos. Debemos dejárselo a ellos después que hayamos sido arrebatados».
No conozco herejía que pueda lograr más para cortar el nervio misionero. Además, no conozco una sola declaración en toda la Biblia que me conduzca a creer, por un simple instante, que los judíos deben evangelizar el mundo durante los días de la gran tribulación, como hay quienes piensan. Si yo creyese eso, me cruzaría de brazos y no haría más cosa alguna.
¿Pensamos que después que se haya retirado el Espíritu Santo —y nos ha sido dicho que debe retirarse al irse la iglesia— los judíos podrán lograr más en siete años o algo menos, sin la ayuda del Espíritu Santo, en tiempo de persecuciones y martirios, que lo que hemos sido capaces en dos mil años, con la ayuda del Espíritu Santo, cuando ha sido fácil ser cristiano? ¡Absurdo! ¡Imposible!
Además, si nada podrá lograrse hasta que la iglesia haya sido arrebatada, entonces sólo aquella generación, la que viva durante la tribulación, sería la única en ser evangelizada. ¿Puedes aceptar, entonces, que todas las demás generaciones se pierdan? ¿No te preocupa tu propia generación? ¿Vamos a permitir que nuestra generación se pierda y quedarnos satisfechos con que tan sólo la última sea evangelizada? La carga de Pablo fue por la primera generación de la era cristiana.
Aun suponiendo que aquellos tuvieran razón, haré todo lo que esté a mi alcance, pues la obra ha de realizarse alguna vez. Todos están de acuerdo en eso. Bien, pues, cuanto más haga actualmente, tanto menos tendrán que hacer los judíos. Pero si estás equivocado, ¡qué tragedia! Habrás fallado en la parte que concierne a la evangelización del mundo, y Dios te considerará responsable. Pienso que hay que realizarlo ahora.
Sólo una cosa
Cuando Jesús dejó a sus discípulos, hace cerca de dos mil años, les dio una tarea: la evangelización del mundo. Puedo imaginármelo hablándoles más o menos de esta manera: «Los dejaré y estaré ausente por largo tiempo. Durante mi ausencia, les pido que hagan sólo una cosa. Den este, mi evangelio, a todo el mundo. Fíjense que cada nación, lengua y tribu lo escuche por lo menos una vez».
Esas fueron sus instrucciones. Eso fue lo que les mandó realizar y lo comprendieron perfectamente. ¿Pero qué es lo que hizo la iglesia mientras Él estuvo ausente? ¿Hemos cumplido con sus órdenes? ¿Le hemos obedecido?
En realidad, hemos hecho de todo, excepto la única y sola cosa que nos encomendó. Jesús nunca nos indicó la construcción de colegios, universidades ni seminarios, pero lo hemos hecho. Nunca nos dijo que deberíamos erigir hospitales, asilos y hogares de ancianos. Nunca nos dijo que deberíamos construir templos ni organizar escuelas dominicales ni campañas, pero lo hemos hecho. Y lo teníamos que hacer, pues todo ello es importante y vale la pena.
Pero lo único que nos dijo específicamente que deberíamos hacer, ¡es lo que omitimos! No hemos entregado su evangelio al mundo entero. No hemos cumplido. ¡No hemos cumplido con sus órdenes!
¿Qué diría alguien si llama a un fontanero para arreglar las cañerías de su casa y sale, y al regresar lo encuentra pintando el frente? ¿Qué podría decirle? ¿No esperaría que hiciese aquello que pretendía de él? ¿Podría satisfacer al propietario demostrando que pensaba que la casa requería pintura? Por supuesto que no. Las órdenes deben obedecerse.
Hace más de dos mil años el Señor Jesucristo ascendió al trono de su Padre y se sentó a su diestra. Pero Él tiene su propio trono, el trono de su padre David, y es el sucesor legal. ¿Quién habría oído de un rey, que teniendo un trono propio, estaría satisfecho de ocupar el trono de otro rey?
Cristo desea retornar. Está ansioso por reinar. Es su derecho. Entonces, ¿por qué espera? Espera que nosotros hagamos lo que nos ha asignado. Espera que hagamos aquello que Él nos ha encomendado. Muchas veces se dirá mientras está allí sentado: «¿Por cuánto tiempo me harán esperar? ¿Cuándo podré regresar a la tierra para ocupar mi trono y reinar?»