La oración

Jesús les enseñó a Sus discípulos a orar de esta manera: “El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy” (Mateo 6:11). Este principio de la oración es la respuesta del creyente al poder y la provisión de Dios. El Padre tiene cuidado de los detalles más íntimos de las vidas de Sus hijos. Un pelo no se le puede caer de la cabeza a uno de Sus hijos sin que Él se dé cuenta. Él puede suplir para cada necesidad de Sus hijos. El secreto del vivir en el reino está en tener fe como la de un niño. Esta generación de cristianos necesita empezar de nuevo en su comprensión de Dios, como nuestro proveedor.

Me molesta ver toda una generación de cristianos evangélicos que se han vuelto a las técnicas de mercadotecnia masiva y a la manipulación para suplirse las necesidades económicas. Los predicadores del evangelio hablan de la vida de fe. Sin embargo muchos de aquellos que hablan con la mayor convicción del poder de Dios parecen ser los que más ruegan. Sus grandes rogativas nos informan que “miles de almas irán al infierno si es que usted no escribe esa carta y deposita ese cheque en el correo.” Por el otro lado, muchos talleres y conciertos de música cristiana han adoptado el eslogan que dice: “Compre un boleto por diez dólares, y nos pueden oir cantar o enseñar acerca de Jesús.” Ya nos falta poco decir: “Tienes que pagar si vas a orar.” Muchos oradores del circuito evangélico cobran costosas entradas por predicar la gracia de Dios. (Sammy Tippit)

Tenemos que aprender la diferencia entre una necesidad y un capricho. Dios ha prometido suplir cada necesidad del cristiano. Nunca ha prometido bañarnos en el lujo. Son demasiados los cristianos que creen que Dios está obligado a financiar todo lo que quieren en la vida. Nos hemos olvidado las palabras del apóstol Pablo: “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad” (Filipenses 4:11,12).

Se habla mucho de la calidad de vida en varias naciones. Los comunistas dicen que el Occidente tiene una calidad de vida baja por el alto índice del crimen, el abuso de las drogas, y la desintegración familiar. El Occidente dice que la calidad de vida en un país comunista es bajo por la escasez de bienes de consumo, las represiones religiosas e intelectuales, y el abuso del alcohol. Pero mi experiencia me ha mostrado que podemos encontrar gente miserable en los países comunistas como en los capitalistas. La calidad de la vida no se deriva de las circunstancias, las culturas, o las ideologías políticas. La calidad de vida se encuentra en el reino de Dios. Dice Romanos 14:17: “Porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo.” La calidad de la vida se encuentra en el hombre interior. Dios no solamente nos provee el pan de cada día para nuestras necesidades básicas, pero Él se convertirá en el Pan de Vida para nuestras almas. Nuestra más grande necesidad es el de Dios mismo. Él nos dará de comer del maná de Su reino – justicia, paz, y gozo. (Sammy Tippit)

Y PERDÓNANOS NUESTRAS DEUDAS

Jesús les enseñó a Sus discípulos a orar así: “Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”(Mateo 6:12). El principio del perdón es una respuesta a la santidad y la gracia de Dios. Desde el comienzo de estos principios, Jesús puso el enfoque de los corazones de los discípulos en la santidad de Dios al haberles enseñado a orar: “Santificado sea tu nombre.” Es la santidad de Dios la que impulsa a nuestros corazones a clamar por la gracia de Dios.

La santidad produce la humildad del corazón. Luego la gracia se aplica al corazón humilde. La profundidad de nuestra confesión sólo llega a la altura de la claridad de nuestra visión de la santidad de Dios. Es demasiada la confesión que está arraigada en la comparación con otra gente. Siempre podemos justificar nuestras actitudes y acciones al pensar que no somos tan malos como otros cristianos. Esa clase de comparación solamente produce la vanidad en nuestros corazones. Sin embargo, cuando nos enfocamos en el Dios de la santidad, tenemos que clamar con Isaías: “Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos”(Isaías 6:5).

Isaías tuvo una visión de la gloria de Dios. Esa visión produjo en su vida un profundo quebrantamiento, confesión y arrepentimiento. Hubieron varias características en la oración de Isaías que son importantes para nosotros. Son los ingredientes que resultan de una visión clara de la santidad y la gracia de Dios.

Isaías fue transparente en su oración. No trató de impresionar ni a Dios ni a nadie con su piedad. Fue honesto. El sabía que Dios podía examinar el corazón del hombre. Como sabía que solamente la verdad agradaría a Dios, estaba dispuesto a admitir su error.

Este es uno de los aspectos más difíciles de la oración. Vivimos en un mundo que nos enseña a usar máscaras para impresionar a los demás. Tratamos de incorporar nuestras máscaras en la oración. La gloria de Dios sólo se le manifiesta, sin embargo, al corazón que se ha desenmascarado. Tenemos que venir a la cámara de la oración con humildad, honestidad, y transparencia.

Matthew Henry comentó sobre la confesión de Isaías, diciendo: “Y uno pensaría, que debía haber dicho: ‘Soy feliz, eternamente feliz; ahora nada me turbará, nada me hará ruborizar o temblar’; al contrario clama: ‘Ay de mí, porque estoy deshecho.’ ” (Matthew Henry, Matthew Henry’s Commentary on the Whole Bible, Vol. 2 – Grand Rapids: Guardian Press,1976, p. 676) No hay lugar para la máscara de la arrogancia espiritual cuando uno entra a la presencia del Dios de la gloria.

Isaías fue también específico en su confesión. Tenía un área en particular en su vida que necesitaba la purificación de Dios – el pecado de una lengua impura. Cuando él vio a un Dios santo, justo, y glorioso, no pudo más que pedirle a Dios que purgara y limpiara sus labios. Isaías tenía una opinión inmensamente alta de Dios. Una perspectiva de esta clase enfoca las impurezas de nuestras vidas.

Muchos cristianos oran diciendo: “Perdóname mis pecados.” Pero el orar así produce muy poco arrepentimiento. El arrepentimiento es el precursor del perdón, y Dios desea perdonar y limpiar a Sus hijos. El nos ama y desea quitar de nosotros la carga de la culpa. Pero tenemos que ser específicos en nuestra confesión y arrepentimiento de. pecado.

El gran obstáculo al compañerismo del hombre con Dios es la culpa. La culpa es malévola y no admite fin en su tortura y destrucción. Muchos sufren en los hospitales a raíz de la agonía de la culpa. Muchos desequilibrios psicológicos y emocionales crecen en el corazón en que se han sembrado las semillas de la culpa. La culpa puede destruir el matrimonio, incitar el suicidio, o deformar la personalidad humana.

La culpa se tiene que extirpar de nuestras vidas si es que vamos a conocer la victoria. Hay dos tipos de culpa: la culpa falsa y la culpa verdadera. En muchas ocasiones el hombre o la mujer de oración lucha con la culpa falsa. La culpa falsa es por naturaleza una culpa general y tiene a Satanás como su fuente. Satanás el acusador de los hermanos, nos acusa en términos generales. Nos dice al oído: “No eres bueno. ¿Cómo puedes orar? No eres digno.”

El que le haga caso a estas acusaciones nunca llegará a ser poderoso en la oración. ¿Cómo se puede arrepentir uno de ser “indigno”? Sólo el Señor Jesús es digno. Nuestro acceso a Dios no se basa nunca en la dignidad del hombre; nuestro acceso se basa en la sangre de Cristo. Solamente por la gracia nos podemos acercar a Dios. Por lo tanto, tenemos que rechazar toda culpa falsa cuando oramos.

La segunda clase de culpa es la culpa verdadera. Muchos se sienten culpables cuando oran porque son culpables. La diferencia entre una acusación de Satanás y la convicción que se origina con el Espíritu Santo es este: la acusación de Satanás es general, por lo tanto es imposible el arrepentimiento. La convicción del Espíritu Santo es específica y nos lleva al arrepentimiento. La confesión del pecado no debe consistir en una auto inspección morbosa. La confesión del pecado es el resultado de la luz de Dios que ilumina nuestros corazones. Él conoce nuestros caminos. Él nos guía por la senda del arrepentimiento al perdón. Dijo el gran predicador inglés Charles Haddon Spurgeon: “El arrepentimiento y el perdón están unidos con el remache del propósito eterno de Dios … En la misma naturaleza de las cosas, si creemos en la santidad de Dios tendrá que ser que si continuamos en nuestro pecado y no nos arrepentimos de él, no podemos ser perdonados y tendremos que cosechar las consecuencias de nuestra terquedad.” (C. H. Spurgeon, All of Grace, Springdale, PA.: Whitaker House, 1981, pp. 94-95). (Sammy Tippit)

COMO TAMBIÉN NOSOTROS PERDONAMOS A NUESTROS DEUDORES

Hay dos actitudes venenosas y mortales que puede albergar el cristiano: la culpa y la amargura. La culpa resulta de nuestro propio fracaso; sin embargo, la amargura es mucho más sutil. La amargura resulta de las acciones y las palabras de alguien que nos ha fallado a nosotros. La culpa resulta de nuestro propio mal, pero la amargura es el resultado del mal de otra persona. (Sammy Tippit)

El perdonar no es cosa fácil, pero podemos suplicar la ayuda de Dios para hacerlo.

La diferencia entre un cristiano y uno que no lo es que el cristiano perdona. No por sus propias fuerzas, sino por la dependencia que uno tiene de Dios.

NO NOS METAS EN TENTACIÓN

Jesús nos enseñó a orar, “y no nos metas en tentación” pero Santiago indica Dios no tienta al hombre:

“Nadie diga cuando sea tentado: Soy tentado por Dios; porque Dios no es tentado por el mal, y él no tienta a nadie” (Santiago 1:13).

La frase “no nos metas en tentación” es solo una expresión idiomática, que no se debe entender literalmente, la Biblia enseña que Satanás es el que tienta.

La Biblia revela claramente que éste es el papel de nuestro enemigo, Satanás (Mateo 4:3; 1 Tesalonicenses 3:5). Las Escrituras advierten repetidamente de la tentaciones que vienen del diablo (Mateo 4:1; 1 Corintios 7:5; 1 Tesalonicenses 3:5).

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