7 palabras de Jesús en la cruz – Un mensaje poderoso | Estudios Bíblicos
Tabla de Contenido
Introducción
Las últimas palabras de una persona antes de su muerte suelen tener un peso significativo. Reflejan lo que más le importa, lo que desea dejar en la memoria de quienes lo rodean. Pero cuando hablamos de las últimas palabras de nuestro Señor en la cruz, no estamos simplemente ante un testimonio humano. Nos encontramos frente a una revelación profunda del carácter de Dios, de Su plan redentor y de la obra de salvación consumada en Cristo.
A lo largo de los evangelios, vemos cómo el Señor habló con autoridad, con compasión y con propósito. Sus enseñanzas transformaban corazones, sanaban almas y desafiaban el orgullo de los religiosos. Pero en la cruz… en medio del dolor más atroz… cada palabra pronunciada tenía un significado eterno.
Estas 7 palabras de Jesús en la cruz no fueron expresiones al azar. El número 7, a lo largo de la Biblia, representa plenitud y perfección divina. Dios creó el mundo en seis días y reposó el séptimo (Génesis 2:2-3). En Apocalipsis, el Cordero es descrito con siete cuernos y siete ojos, simbolizando Su autoridad y conocimiento perfecto (Apocalipsis 5:6). Que Jesús pronunciara siete palabras en la cruz no es una coincidencia, sino una muestra de la plenitud de Su obra redentora.
No podemos leer estas palabras sin sentir el peso de lo que Él sufrió por nuestra redención. No podemos ignorarlas sin perder una parte crucial de nuestra fe. Cada una de estas palabras nos revela algo esencial sobre Dios, sobre Cristo y sobre nosotros mismos.
Al analizar estas declaraciones, veremos la revelación del carácter de Dios, el amor de Cristo manifestado en Su sacrificio, y cómo estas palabras transforman nuestra vida hoy. Nos preguntamos: ¿cómo estas frases nos enseñan a vivir, a amar y a confiar en Dios en medio de nuestras propias pruebas?
Contexto histórico
Como acostumbro a decir, para tener un mejor entendimiento del mensaje que Dios tiene para nosotros en el día de hoy, nos será necesario hacer un breve repaso de historia.
Según los historiadores, la crucifixión era una de las formas más crueles de ejecución utilizadas por los romanos. No solo causaba un sufrimiento físico extremo, sino que también buscaba humillar públicamente a la víctima. El condenado era golpeado brutalmente, despojado de su ropa y clavado a un madero, donde pasaba horas—o incluso días—agonizando hasta la muerte. En el caso de Jesús, los evangelios testifican que fue clavado a la cruz (Lucas 24:39-40), lo que concuerda con la evidencia arqueológica encontrada en Jerusalén. (Fuente: Enciclopedia Britannica)
Pero lo que ocurrió en la cruz del Calvario no fue una ejecución ordinaria. Allí no murió un simple hombre… murió el Hijo de Dios, cumpliendo la profecía y llevando sobre Sí el castigo que nosotros merecíamos (Isaías 53:5).
Al sumergirnos en estas 7 palabras de Jesús en la cruz, nos acercaremos más a Su corazón, entenderemos mejor Su obra y renovaremos nuestra fe en Su promesa. Porque cada una de estas palabras es un eco de la voz de Dios llamándonos a la vida eterna.
I. “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34)
Desde la cruz, Jesús pronunció palabras que no solo marcaron la historia, sino que revelaron el corazón mismo de Dios. Su primera declaración, en medio del sufrimiento, no fue un grito de desesperación, ni una maldición contra Sus verdugos… fue una oración de intercesión.
¿Quién puede comprender este tipo de amor? ¿Quién, al ser torturado injustamente, clamaría a Dios por el bienestar de sus opresores?
Desde una perspectiva humana, lo que Jesús hizo es incomprensible. En la cruz, los soldados se repartían Su ropa, los líderes religiosos se burlaban de Él, la multitud miraba con indiferencia… y en ese momento, en vez de condenar, Jesús intercedió.
Aquí vemos la naturaleza divina del perdón. Mientras los hombres lo crucificaban en ignorancia, el Hijo de Dios les ofrecía la gracia que no merecían.
Pero esta oración de Jesús no fue solo por aquellos que estaban presentes ese día. Fue por nosotros. Fue por toda la humanidad caída, por cada pecador que alguna vez necesitaría el perdón de Dios.
Si Cristo, en Su agonía, clamó al Padre por los que lo crucificaban… ¿qué nos enseña esto sobre el perdón en nuestra vida?
a. El perdón de Dios es un acto soberano de gracia
Jesús pidió al Padre que perdonara a quienes lo estaban crucificando antes de que ellos mostraran el más mínimo remordimiento. Humanamente, esto es difícil de comprender. No hay rastro de resentimiento en Sus palabras, ni un solo indicio de que estuviera esperando una disculpa antes de ofrecer el perdón. No les exigió primero entender la magnitud de su error ni reconocer Su inocencia. Simplemente intercedió.
Este es el misterio del amor de Dios: Él siempre da el primer paso.
El pecado nos separa de Dios, pero Su gracia nos alcanza aun cuando ni siquiera somos conscientes de nuestra necesidad de Él. Romanos 5:8 nos dice que Cristo murió por nosotros cuando aún éramos pecadores. No cuando éramos justos, no cuando habíamos cambiado, sino cuando estábamos en rebelión. Dios nos amó primero. Su amor no es una reacción a nuestra mejora moral, sino una iniciativa soberana que nace de Su carácter eterno.
Jesús no solo pidió el perdón del Padre para los pecadores… Él mismo lo aseguró con Su sangre. En el Antiguo Testamento, los sacrificios eran una sombra de lo que Cristo haría. La sangre de los corderos no podía borrar el pecado completamente. Pero en la cruz, el verdadero Cordero de Dios derramó Su sangre para que el perdón fuera definitivo. Hebreos 9:22 dice que sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados. No fue suficiente con que Jesús orara por el perdón de los pecadores; Él se convirtió en la respuesta a Su propia oración.
Charles Spurgeon, el gran predicador bautista del siglo XIX, lo expresó con una profundidad conmovedora en su sermón “Christ’s Plea for Ignorant Sinners” Sermón No. 2263:
“When He prayed to His Father, He might justly have said, ‘Father, note what they do to Thy beloved Son. Judge them for the wrong they do to Him who loves them, and who has done all He can for them.’ But there is no prayer against them in the words that Jesus utters. It was written of old, by the prophet Isaiah, ‘He made intercession for the transgressors,’ and here it is fulfilled. He pleads for His murderers, ‘Father, forgive them.'”
Traducción: “Cuando oró a Su Padre, bien podría haber dicho: ‘Padre, mira lo que hacen con Tu amado Hijo. Júzgalos por el mal que le hacen a Aquel que los ama y que ha hecho todo lo posible por ellos.’ Pero no hay oración contra ellos en las palabras que Jesús pronuncia. Ya estaba escrito por el profeta Isaías: ‘E hizo intercesión por los transgresores’, y aquí se cumple. Él clama por Sus asesinos: ‘Padre, perdónalos.'”
Jesús pudo haber clamado por justicia… pero clamó por misericordia. Pudo haber pedido que el juicio de Dios descendiera sobre Sus opresores… pero pidió que la gracia de Dios los alcanzara. Así es el amor de Cristo. Así es el amor de Dios.
Si Cristo pudo interceder por aquellos que lo crucificaban, ¿quiénes somos nosotros para negarle el perdón a alguien? Si Él pudo clamar al Padre a favor de Sus asesinos, ¿qué excusa nos queda para guardar rencor?
La primera palabra de Jesús en la cruz nos confronta y nos desafía. El perdón de Dios no es una respuesta al arrepentimiento humano; es un acto soberano de Su gracia. No lo ganamos. No lo merecemos. Dios lo otorga por amor, antes de que siquiera lo busquemos.
Jesús nos mostró no solo cómo perdonar, sino cómo amar incluso a nuestros enemigos.
b. La ceguera espiritual que impide ver la verdad
Cuando Jesús dijo: “porque no saben lo que hacen”, no estaba sugiriendo que aquellos que lo crucificaban eran inocentes. No les estaba absolviendo de su responsabilidad. Estaba describiendo una realidad espiritual: el pecado ciega el entendimiento del hombre.
Los soldados que lo golpeaban, los líderes religiosos que lo acusaban falsamente, la multitud que gritaba “¡Crucifícale!”… ninguno de ellos comprendía verdaderamente la magnitud de lo que estaban haciendo. Estaban ejecutando al Hijo de Dios, pero en su ignorancia, creían que estaban actuando correctamente.
Esta declaración de Jesús no es solo una referencia a ese momento en la historia. Es una descripción del estado espiritual de toda la humanidad caída. El pecado ha cegado al mundo.
Pablo lo expresa de manera contundente en 2 Corintios 4:3-4:
“Pero si nuestro evangelio está aún encubierto, entre los que se pierden está encubierto; en los cuales el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios.”
Aquí, Pablo explica que Satanás, “el dios de este siglo”, ha cegado a los incrédulos para que no puedan ver la verdad del evangelio. No se trata solo de ignorancia intelectual, sino de una ceguera espiritual profunda.
La crucifixión de Jesús es la prueba más clara de esta realidad. El pecado hace que los hombres odien la verdad y rechacen a Dios.
Un patrón que se repite a lo largo de la historia
La ceguera espiritual no comenzó con los soldados romanos ni con los líderes judíos. Es una tragedia que ha marcado a la humanidad desde el principio.
En los días de Noé, la gente vivía sin temor de Dios, burlándose de la advertencia del juicio que vendría. No comprendieron lo que hacían hasta que fue demasiado tarde.
Los egipcios presenciaron las plagas enviadas por Dios y vieron Su poder en acción, pero el corazón de Faraón se endureció (Éxodo 7:13). No entendió hasta que su primogénito murió y su nación quedó devastada.
En tiempos de los profetas, el pueblo de Israel repetidamente rechazó el llamado de Dios al arrepentimiento. Jeremías clamó con dolor:
“Pero este pueblo tiene corazón falso y rebelde; se apartaron y se fueron. Y no dijeron en su corazón: Temamos ahora a Jehová Dios nuestro” (Jeremías 5:23-24).
El mismo patrón de ceguera y endurecimiento se ve en cada generación. La humanidad, atrapada en su orgullo y pecado, rechaza la voz de Dios hasta que las consecuencias son innegables.
Pero la crucifixión del Hijo de Dios fue la expresión más extrema de esta ceguera espiritual.
Saulo de Tarso: Un ejemplo de ignorancia convertida en gracia
El apóstol Pablo es quizás el mayor ejemplo de lo que Jesús expresó en esta primera palabra desde la cruz.
Antes de su conversión, Saulo de Tarso era un perseguidor de la iglesia. En su celo religioso, creía que estaba sirviendo a Dios al arrestar y ejecutar a los cristianos. Estaba completamente convencido de que hacía lo correcto.
Pero cuando Cristo se le apareció en el camino a Damasco, su ceguera literal se convirtió en un reflejo de su ceguera espiritual.
“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos 9:4).
Hasta ese momento, Saulo no sabía lo que estaba haciendo. Creía estar protegiendo la fe judía, pero en realidad, estaba luchando contra Dios.
Más tarde, Pablo reconocería su ignorancia y diría:
“Habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad.” (1 Timoteo 1:13).
Aquí vemos cómo la gracia de Dios actúa sobre los pecadores que viven en ignorancia. Jesús no solo pidió al Padre que perdonara a aquellos que lo crucificaban, sino que Su oración se extendió a todos los que, como Pablo, estaban ciegos y necesitaban ser iluminados.
Si Dios pudo abrir los ojos de Pablo, también puede abrir los ojos de aquellos que hoy viven en tinieblas.
Como hemos podido apreciar, la primera palabra de Jesús en la cruz expone la condición de la humanidad: ciega y perdida en el pecado.
Cuando dijo “porque no saben lo que hacen”, no estaba negando la culpa de Sus agresores, sino reconociendo la ceguera espiritual que los mantenía en la oscuridad.
El pecado ciega. El orgullo endurece. La incredulidad impide ver la verdad.
Sin embargo, Jesús no respondió con juicio inmediato, sino con intercesión. Pidió perdón para aquellos que lo crucificaban, mostrando que la gracia de Dios es mayor que la ignorancia del hombre.
Esto nos lleva a una pregunta crucial: ¿Hemos orado por aquellos que aún no ven la verdad?
Cristo intercedió por los ciegos espirituales… ¿seguimos Su ejemplo?
c. Perdonar es la mayor manifestación de la vida de Cristo en nosotros
El perdón no es solo un mandato de Dios, sino la evidencia de Su vida y naturaleza operando en nosotros. Jesús no solo nos enseñó a perdonar, sino que lo vivió hasta el último aliento en la cruz.
Cuando clamó: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, no lo hizo por obligación ni como un acto simbólico. Fue una manifestación de Su amor perfecto, una demostración de lo que significa vivir según el Espíritu.
El perdón es el distintivo del cristianismo verdadero. No hay otra religión, filosofía o sistema moral que coloque el perdón en el centro de su mensaje como lo hace el evangelio. En la cruz, Jesús no solo predicó el perdón… Él lo encarnó.
El apóstol Pablo lo deja claro en Efesios 4:32:
“Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.”
Dios nos perdonó en Cristo, no porque lo merecíamos ni porque lo pedimos, sino porque esa es la naturaleza de Su amor.
Así como Cristo nos ha perdonado, nosotros debemos hacer lo mismo.
El perdón en la enseñanza de Jesús
A lo largo de Su ministerio, Jesús dejó claro que el perdón no es opcional para Sus seguidores.
En Mateo 6:14-15, lo expresa con una seriedad innegable:
“Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas.”
Jesús no estaba sugiriendo que la salvación se gana por obras, sino que el perdón es la evidencia de un corazón transformado. Quien ha sido verdaderamente perdonado por Dios no puede retener el perdón hacia otros.
Pedro, en un intento de medir el límite del perdón, le preguntó a Jesús cuántas veces debía perdonar a su hermano. Pensó que con siete veces ya era suficiente. Pero la respuesta del Señor fue categórica:
“No te digo hasta siete, sino aún hasta setenta veces siete.” (Mateo 18:22).
Jesús no estaba estableciendo un número exacto. Estaba dejando claro que el perdón no tiene límites en la vida del creyente.
En la parábola de los dos deudores (Mateo 18:23-35), Jesús ilustra la gravedad de no perdonar. Un hombre que había sido perdonado de una gran deuda se negó a perdonar una cantidad insignificante a otro siervo. Cuando el rey lo supo, lo entregó a los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Jesús concluye la parábola diciendo que así hará el Padre con aquellos que no perdonan de corazón.
Si hemos sido perdonados de una deuda infinita ante Dios, ¿cómo podemos negar el perdón a los demás?
El perdón y la verdadera libertad espiritual
El mundo nos dice que el perdón es una concesión que se hace al ofensor, pero la verdad es que el perdón libera al que perdona.
El resentimiento es una prisión invisible. La falta de perdón nos encadena al pasado, nos consume emocionalmente y nos roba la paz. Jesús sabía esto, y por eso enseñó que el perdón es la llave de la verdadera libertad.
Colosenses 3:13 nos recuerda:
“Soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro; de la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros.”
El estándar del perdón no es lo que sentimos, ni lo que nos parece justo, sino lo que Cristo hizo por nosotros.
Perdonar no es olvidar, ni justificar el mal. Es dejar el asunto en manos de Dios y vivir sin la carga del rencor.
Cuando perdonamos, dejamos de ser prisioneros del dolor y nos alineamos con el corazón de Dios.
El perdón como prueba de nuestra comunión con Dios
Uno de los mayores engaños del enemigo es hacernos creer que podemos estar bien con Dios mientras guardamos rencor en nuestro corazón. Pero Jesús dejó claro que el perdón es inseparable de nuestra relación con el Padre.
En Marcos 11:25, dijo:
“Y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas.”
Un corazón que se niega a perdonar es un corazón que se aleja de la comunión con Dios.
El evangelio es una historia de perdón. Desde el Edén hasta la cruz, Dios ha estado restaurando lo que el pecado destruyó. Cada acto de gracia en la Biblia es un reflejo del carácter de Dios.
Cuando Cristo clamó “Padre, perdónalos”, no solo estaba pronunciando una oración… estaba revelando el corazón de Dios.
Aquí es donde encontramos el desafío más grande: perdonar a aquellos que nos han herido profundamente.
No hay duda de que el perdón es costoso. Jesús pagó con Su sangre. Perdonar no significa minimizar el daño recibido, ni ignorar la justicia, sino soltar el derecho de venganza y confiar en la justicia de Dios.
Pablo lo expresa en Romanos 12:19:
“No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor.”
El perdón es un acto de fe. Es confiar en que Dios hará justicia a Su manera y en Su tiempo.
El ejemplo de Cristo en la cruz nos deja sin excusas. Si Él pudo orar por quienes lo crucificaban, ¿qué nos impide a nosotros hacer lo mismo?
Así como la primera palabra de Jesús en la cruz nos confronta con la realidad del perdón, la segunda palabra nos lleva a una escena completamente distinta: una conversación de esperanza entre el Salvador y un criminal moribundo.
II. “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.” (Lucas 23:43)
La segunda palabra de Jesús en la cruz es una promesa de esperanza en medio de la agonía. No fue dirigida a la multitud burlona ni a los soldados romanos… fue una respuesta directa a la súplica de un ladrón moribundo.
Este diálogo breve, pero trascendental, nos ofrece una de las revelaciones más profundas sobre la gracia, la salvación y el destino eterno.
El evangelio de Lucas nos relata que Jesús fue crucificado entre dos malhechores (Lucas 23:32). Ambos al principio lo insultaban (Mateo 27:44), pero algo cambió en uno de ellos. En medio del sufrimiento, este hombre reconoció su propia culpa y la justicia de Jesús.
Mientras el otro ladrón seguía blasfemando, él le reprendió diciendo:
“¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas este ningún mal hizo.” (Lucas 23:40-41).
Con humildad, hizo una petición extraordinaria:
“Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.” (Lucas 23:42).
No pidió alivio del sufrimiento, ni que Jesús lo salvara de la cruz. Pidió ser recordado en el reino venidero.
Y la respuesta de Jesús fue inmediata:
“De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.”
Esta promesa destruye muchas falsas ideas sobre la salvación y nos revela verdades esenciales sobre el carácter de Dios y la obra de Cristo.
a. La salvación es por gracia y no por obras
Las palabras de Jesús al ladrón arrepentido destruyen la idea de que la salvación se obtiene por méritos humanos. Este hombre no tuvo tiempo para realizar buenas obras, asistir a una sinagoga, cumplir con la Ley ni demostrar su fidelidad con acciones. Estaba al borde de la muerte, colgado en una cruz, sin posibilidad alguna de enmendar su vida.
Sin embargo, en ese último instante, fue salvo por gracia.
La salvación no depende de lo que hacemos, sino de lo que Cristo ha hecho. Efesios 2:8-9 lo deja claro:
“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.”
El ladrón no tenía nada que ofrecer, pero Cristo le ofreció todo.
Esto refuta la falsa idea de que las buenas obras pueden garantizar la salvación. Si la salvación dependiera de nuestras acciones, este hombre jamás habría tenido oportunidad de ser salvo.
Un contraste entre dos destinos eternos
Los dos ladrones representan a toda la humanidad: ambos eran culpables, ambos estaban ante la misma cruz, ambos escucharon a Jesús… pero solo uno creyó.
Uno reconoció su culpa y clamó por misericordia, mientras que el otro se aferró a su incredulidad y endurecimiento.
La cruz se convierte en la línea divisoria de la eternidad: uno fue al paraíso, el otro a la condenación.
Esto nos recuerda que no hay terreno neutral ante Cristo. No basta con estar cerca de la cruz; es necesario creer en Él.
Jesús no le pidió al ladrón que cumpliera con rituales religiosos ni que intentara pagar por sus pecados. Solo le pidió fe.
Romanos 10:9-10 confirma esto:
“Que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación.”
El ladrón no pudo descender de la cruz para bautizarse, servir en el templo o hacer obras de caridad, pero su fe en Cristo le aseguró la vida eterna.
La gracia de Dios trasciende el tiempo y el pasado
Este pasaje responde a una de las preguntas más comunes sobre la salvación: ¿Puede una persona ser salva en el último momento de su vida?
Para algunos, esto parece injusto. ¿Cómo puede alguien recibir la misma salvación que aquellos que han servido fielmente toda su vida?
Pero Jesús mismo lo explicó en la parábola de los obreros en la viña (Mateo 20:1-16). Allí, el dueño pagó el mismo salario a los que trabajaron todo el día y a los que llegaron en la última hora. Dios no mide la salvación por tiempo de servicio, sino por Su gracia soberana.
El ladrón arrepentido es la prueba de que la gracia de Dios trasciende el pasado. No importaban sus crímenes ni su historia. En el momento en que creyó, fue hecho justo delante de Dios.
Esto nos recuerda que nadie está fuera del alcance de la gracia de Cristo.
Así como la segunda palabra de Jesús en la cruz nos enseña que la salvación es por gracia, también nos muestra una verdad aún más profunda: la salvación es inmediata y segura.
b. La salvación es inmediata y segura
Cuando el ladrón arrepentido clamó: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (Lucas 23:42), no esperaba una respuesta inmediata. Quizá pensaba en un futuro lejano, en el día del juicio o en el establecimiento del reino mesiánico en la tierra. Su ruego fue humilde, sin exigencias ni condiciones, pero lleno de fe. Lo que sucedió a continuación reveló una verdad eterna que aún impacta a cada creyente: Jesús respondió con una promesa clara e inquebrantable.
Las palabras del Señor no fueron ambiguas ni dejaron espacio para dudas: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.” (Lucas 23:43). No le dijo “algún día,” ni “después de un tiempo de purificación.” Le aseguró su destino eterno en ese mismo instante. La salvación no es un proceso largo ni incierto. La respuesta de Cristo nos muestra que en el momento en que una persona cree en Él, es justificada de inmediato. No hubo espera, no hubo prueba, no hubo condiciones adicionales. El pecador, condenado por sus propios crímenes, recibió la promesa de la vida eterna en el instante en que creyó.
La inmediatez de la salvación en la Escritura
Este principio de salvación instantánea se repite en toda la Escritura. No hay un solo caso en el que Dios haya pospuesto la justificación de alguien que puso su fe en Él.
Zaqueo fue salvo el mismo día que Jesús entró en su casa, como se registra en Lucas 19:9: “Hoy ha venido la salvación a esta casa.” La mujer pecadora que ungió los pies de Jesús recibió el perdón en el momento: “Tus pecados te son perdonados.” (Lucas 7:48). El carcelero de Filipos creyó en Cristo y fue salvo esa misma noche, junto con su familia (Hechos 16:31-33).
En cada uno de estos casos, la salvación fue completa y efectiva en el mismo instante en que la persona creyó. No hubo un proceso progresivo de salvación. Dios justifica al pecador en el momento en que deposita su fe en Cristo.
Romanos 5:1 lo afirma con claridad:
“Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.”
El ladrón en la cruz no tuvo que hacer obras, ni cumplir con un período de prueba. Fue justificado en el mismo momento en que creyó.
Refutación a la idea del purgatorio y la salvación progresiva
La respuesta de Jesús también destruye la idea de que hay un “estado intermedio” donde las almas deben purificarse antes de entrar al cielo.
La doctrina Católica enseña que, después de la muerte, las almas pasan por un proceso de purificación antes de estar en la presencia de Dios; el purgatorio. Pero esto contradice la enseñanza bíblica.
El apóstol Pablo confirma que los creyentes entran inmediatamente en la presencia de Dios al morir:
“Ausentes del cuerpo, y presentes al Señor.” (2 Corintios 5:8).
Si hubiera un estado de espera, Jesús no habría dicho “hoy estarás conmigo en el paraíso”.
El mismo ladrón que pocas horas antes blasfemaba, entró directamente en la gloria sin necesidad de purificación adicional.
Esto demuestra que la salvación es completa en el momento en que una persona cree en Cristo. No depende de méritos, ni de un período de sufrimiento post-mortem, ni de intercesión por los que ya han partido. Es la obra perfecta de Cristo la que salva, no los esfuerzos humanos.
¿Puede un creyente perder su salvación?
Esta es una de las preguntas más debatidas dentro del cristianismo. Si Jesús aseguró al ladrón en la cruz su entrada al paraíso, ¿significa esto que la salvación es inquebrantable para todos los creyentes?
La Biblia nos da dos verdades que debemos sostener en equilibrio:
Jesús afirmó en Juan 10:28-29:
“Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre.”
Si la salvación es un don de Dios y no depende de los méritos humanos, entonces no puede ser revocada por nuestras propias fuerzas. La seguridad de la salvación radica en la fidelidad de Cristo, no en la fragilidad del creyente.
Sin embargo, las Escrituras también advierten sobre el peligro de apostatar de la fe. El apóstol Pablo dice en 1 Timoteo 4:1:
“Pero el Espíritu dice claramente que en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios.”
El autor de Hebreos también advierte:
“Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados.” (Hebreos 10:26-27).
Estas advertencias muestran que aunque Dios guarda a los suyos, un creyente que deliberadamente se aparta de la fe está en peligro real de condenación. La salvación no se pierde como si fuera un objeto frágil, pero sí requiere que el creyente permanezca en Cristo.
Jesús mismo dijo:
“El que persevere hasta el fin, éste será salvo.” (Mateo 24:13).
Esto no implica que la salvación dependa de nuestras obras, sino que la fe genuina se evidencia en la perseverancia. Un verdadero creyente no vivirá en un estado continuo de rebelión contra Dios, sino que buscará crecer en su relación con Él.
El caso del ladrón en la cruz es único porque él no tuvo oportunidad de demostrar su fe a través de una vida de obediencia. Sin embargo, para quienes tienen la oportunidad de vivir después de su conversión, las Escrituras dejan claro que la fe debe mantenerse firme hasta el final.
La seguridad de la salvación está en Cristo, pero el creyente debe perseverar
Jesús afirmó que nadie puede arrebatar a sus ovejas de su mano, pero también nos llama a vivir en fidelidad y obediencia.
Por eso Pablo exhorta en Filipenses 2:12:
“Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor.”
Esto no significa que la salvación dependa de las obras, sino que un creyente verdadero vive con reverencia y obediencia a Dios.
Así como la segunda palabra de Jesús en la cruz nos muestra la seguridad de la salvación, también revela algo aún más profundo: la gloria que nos espera en el paraíso.
c. El significado de “paraíso” en la enseñanza de Jesús
Cuando Jesús le dijo al ladrón arrepentido: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43), no estaba usando una metáfora ni refiriéndose a un estado de descanso temporal. Como hemos visto hasta ahora, cada palabra que Jesús pronunció en la cruz tiene un peso teológico profundo, y en este caso, Su declaración revela una realidad gloriosa y eterna.
El término griego utilizado en Lucas 23:43 es παράδεισος (parádeisos), que, según el lexicón de Blue Letter Bible, hace referencia a un jardín cerrado, un lugar de felicidad y deleite. En la Septuaginta (la traducción griega del Antiguo Testamento), esta misma palabra se emplea para describir el Jardín del Edén en Génesis 2:8. Como mencionamos anteriormente, el Edén fue el lugar donde Dios y el hombre tenían comunión perfecta antes de la caída.
El uso de esta palabra en la respuesta de Jesús no es casual. El Edén fue el primer paraíso perdido debido al pecado, pero Jesús estaba asegurando la restauración de ese paraíso a través de Su sacrificio. La promesa que le hace al ladrón no solo apunta a su destino inmediato después de la muerte, sino que también revela el cumplimiento del plan redentor de Dios para restaurar lo que el pecado había destruido.
El paraíso en la enseñanza del Nuevo Testamento
Jesús no es el único que menciona el paraíso en el Nuevo Testamento. Pablo también lo describe cuando relata una experiencia sobrenatural en 2 Corintios 12:2-4. En este pasaje, el apóstol explica que un hombre fue arrebatado hasta el tercer cielo, y en el siguiente versículo aclara que este lugar es el paraíso, donde oyó palabras inefables que no le es dado al hombre expresar.
Como hemos señalado antes, este testimonio de Pablo equipara el paraíso con el tercer cielo, es decir, la morada de Dios. Esto confirma que el paraíso no es solo un concepto simbólico, sino un lugar real donde los redimidos habitan con el Señor.
En Apocalipsis 2:7, Jesús mismo dice:
“Al que venciere, le daré a comer del árbol de la vida, el cual está en medio del paraíso de Dios.”
Esta referencia nos lleva nuevamente al Edén, el mismo lugar donde el hombre fue apartado de la presencia de Dios debido al pecado. Como hemos visto, en Génesis 3:24, el acceso al árbol de la vida fue restringido. Sin embargo, en Cristo, la promesa del acceso al árbol de la vida se restaura.
La conexión entre el paraíso y el árbol de la vida refuerza la idea de que el propósito final de Dios no es simplemente salvar al hombre del castigo del pecado, sino llevarlo de vuelta a la comunión plena con Él. El paraíso no es simplemente un destino de descanso después de la muerte, sino una invitación a la vida eterna en una creación renovada, en la presencia misma de Dios.
El significado de “hoy” en la declaración de Jesús
Uno de los aspectos más impactantes de la promesa de Jesús es la palabra “hoy”. Como mencionamos anteriormente, esta afirmación refuerza una verdad central en la enseñanza bíblica: la salvación no es un proceso diferido, sino un acto inmediato de justificación ante Dios.
La expresión “hoy” implica la certeza absoluta de la salvación. No hay un período de espera, no hay un purgatorio, no hay un estado intermedio en el que el alma deba pasar antes de entrar en la gloria. Jesús declara con autoridad que la redención es un evento instantáneo y definitivo.
Además, esta afirmación desafía las creencias erróneas que insisten en que la salvación solo se manifestará plenamente en un futuro escatológico. Aunque la glorificación final ocurrirá en la resurrección, la salvación comienza en el mismo instante en que una persona es justificada ante Dios.
El ladrón en la cruz no tuvo la oportunidad de vivir una vida de discipulado ni de demostrar su fe con obras, pero recibió la misma promesa que todo creyente fiel recibe en Cristo: una comunión inmediata con el Señor en la eternidad.
Cuando Jesús pronunció estas palabras, estaba estableciendo una verdad absoluta sobre la salvación y el destino de los redimidos. El ladrón, que solo momentos antes había blasfemado contra Él (Mateo 27:44), recibió la mayor promesa en el peor momento de su vida. No por méritos propios, no por justicia humana, sino por la misericordia de Cristo.
Así como la segunda palabra de Jesús en la cruz nos muestra la gloria del paraíso, también nos lleva a otra escena: la compasión de Jesús en medio de Su propio sufrimiento.
III. “Mujer, he ahí tu hijo… He ahí tu madre.” (Juan 19:26-27)
En medio del sufrimiento más intenso, Jesús pronunció palabras que reflejan Su amor inagotable y Su preocupación por aquellos que le seguían. No solo estaba sufriendo el dolor físico de la crucifixión, sino que también soportaba el peso del pecado del mundo. Aun así, en ese momento de indescriptible angustia, su mirada se posó en Su madre y en el discípulo amado.
El evangelio de Juan nos dice:
“Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.” (Juan 19:26-27).
A primera vista, estas palabras parecen enfocarse solo en una instrucción práctica, asegurando que Su madre no quedara desamparada. Pero, como en cada una de Sus declaraciones en la cruz, el significado es mucho más profundo.
a. El deber de Jesús como hijo primogénito
En la cultura judía del primer siglo, el primogénito tenía una responsabilidad especial en la familia. No solo era el heredero principal, sino que también debía cuidar de su madre si quedaba viuda.
La ausencia de José en los relatos del ministerio de Jesús indica que probablemente había muerto. Si este era el caso, María dependía completamente de Jesús para su sustento y protección. Sin embargo, Jesús estaba a punto de morir, y Sus hermanos aún no creían en Él (Juan 7:5).
Esto nos lleva a una pregunta clave: si Jesús tenía hermanos, ¿por qué no dejó a María al cuidado de ellos?
La respuesta radica en la fe. Jesús no confió a María a un lazo sanguíneo, sino a un discípulo fiel. Él no delegó su cuidado en aquellos que aún no creían en Su misión, sino en alguien que ya caminaba en la verdad.
Este acto muestra la prioridad de la fe sobre los lazos familiares naturales. En Cristo, la verdadera familia no es definida por la carne, sino por la obediencia a Dios.
Aquí vemos algo crucial: Jesús nos está enseñando que la relación más importante que podemos tener no es la de sangre, sino la que tenemos con Él y con Su pueblo.
b. El significado espiritual del término “Mujer”
Jesús no llamó a María “madre,” sino “Mujer.” A primera vista, esto podría parecer distante o incluso irrespetuoso, pero en la cultura judía “mujer” era una forma respetuosa de dirigirse a alguien.
Más aún, Jesús ya había usado este término antes. En las bodas de Caná, cuando María le pidió que hiciera algo porque el vino se había acabado, Él respondió:
“Mujer, ¿qué tienes conmigo? Aún no ha venido mi hora.” (Juan 2:4).
Aquí, vemos un cambio en la relación. María no debía verlo solo como su hijo, sino como el Mesías.
En la cruz, este cambio se confirma. Jesús ya no es solo su hijo terrenal; es su Redentor.
Esto se alinea con Su enseñanza previa:
“Porque cualquiera que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre.” (Mateo 12:50).
Jesús no estaba menospreciando a María, sino llamándola a un nivel más alto de relación con Él—de madre a discípula.
Este cambio de relación es clave para entender por qué en la cruz, Jesús no solo cuida de Su madre, sino que también establece un nuevo tipo de familia: la familia espiritual.
c. La formación de la comunidad de fe
Jesús no solo estaba asegurando el bienestar físico de María. Estaba estableciendo un principio para la Iglesia.
Al confiar María a Juan, Jesús estaba mostrando que la comunidad de fe debe cuidarse mutuamente.
El apóstol Pablo más tarde reforzó este concepto cuando escribió:
“Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe.” (Gálatas 6:10).
María y Juan no eran familia por sangre, pero en Cristo, ahora lo eran.
Desde entonces, el concepto de “hermanos en Cristo” ha sido una de las bases de la Iglesia. Como creyentes, no estamos solos, sino que somos llamados a sostenernos unos a otros.
Es por eso que Juan no dudó en obedecer. Desde aquella hora, la recibió en su casa.
Aquí vemos una aplicación práctica de la fe. No es suficiente escuchar a Jesús; debemos actuar en consecuencia.
Esto nos lleva a reflexionar: ¿Estamos cuidando de nuestros hermanos en la fe como Jesús nos enseñó?
Este es el gran mensaje de la tercera palabra de Jesús en la cruz: en Su sacrificio, no solo nos redimió, sino que también nos unió como una familia espiritual.
Así como esta declaración nos muestra la compasión de Jesús, también nos lleva a un momento de aparente separación: Su clamor de abandono.
IV. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46)
Después de haber mostrado Su amor por los hombres en la primera mitad de Sus palabras en la cruz—perdonando a Sus verdugos, ofreciendo el paraíso a un pecador arrepentido y encomendando el cuidado de Su madre—Jesús clama con una expresión que revela una realidad mucho más profunda: la separación del Padre en el momento en que cargaba el pecado del mundo.
El evangelio de Mateo nos dice:
“Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46).
A simple vista, estas palabras parecen reflejar desesperación y angustia, pero al examinarlas desde una perspectiva bíblica y teológica, descubrimos que esta declaración es una de las más profundas en toda la Escritura.
a. La cita del Salmo 22 y su cumplimiento profético
Las palabras de Jesús no fueron un grito de desesperación sin propósito, sino una referencia directa a las Escrituras. En este momento de agonía, Jesús no habla desde el sufrimiento humano solamente, sino desde la revelación mesiánica.
El Salmo 22:1 declara:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor?”
Este salmo, escrito por David, no solo describe el sufrimiento de un justo, sino que profetiza con precisión la crucifixión de Jesús:
- “Horadaron mis manos y mis pies.” (Salmo 22:16).
- “Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes.” (Salmo 22:18).
Jesús, al citar este salmo en la cruz, estaba declarando públicamente que Su sufrimiento era el cumplimiento de esta profecía. Él no estaba simplemente clamando por ayuda; estaba mostrando que todo lo que estaba ocurriendo ya había sido anunciado siglos antes.
Además, este salmo no termina en derrota, sino en victoria. Aunque comienza con un grito de angustia, culmina con la declaración de que Dios escucha y responde:
“Porque no menospreció ni abominó la aflicción del afligido, ni de él escondió su rostro; sino que cuando clamó a él, le oyó.” (Salmo 22:24).
En otras palabras, el clamor de Jesús no fue un grito de derrota, sino una confirmación de que Él era el Mesías profetizado.
b. La carga del pecado y la separación del Padre
Jesús no solo estaba sufriendo físicamente. Estaba cargando sobre sí la culpa de la humanidad entera.
“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.” (2 Corintios 5:21).
Este versículo nos muestra la realidad de la cruz: Jesús, el Cordero sin mancha, fue tratado como un pecador para que los pecadores pudieran ser tratados como justos.
Pero hay algo aún más profundo. Jesús había vivido en perfecta comunión con el Padre por la eternidad. Nunca había experimentado separación alguna de Dios.
Sin embargo, en la cruz, por primera vez en la eternidad, el Hijo sintió el abandono del Padre.
Esto no significa que el Padre dejó de amar al Hijo, sino que Jesús estaba experimentando el juicio que correspondía a la humanidad.
Como hemos visto anteriormente, el pecado separa al hombre de Dios:
“Pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír.” (Isaías 59:2).
En la cruz, Jesús experimentó lo que realmente significa estar separado de Dios.
Cada ser humano que muere sin Cristo sufrirá una separación eterna del Padre en el infierno. Jesús, en Su sacrificio, sufrió esa separación en lugar de nosotros.
Este fue el precio de nuestra redención. El justo fue tratado como injusto para que los injustos fueran tratados como justos.
c. La victoria en medio del sufrimiento
A pesar de la aparente desesperación de Su clamor, Jesús no perdió la fe en el Padre. La expresión “Dios mío” sigue mostrando confianza y dependencia.
Él no dijo “Dios, Dios”, sino “Dios mío.” Aun en el momento de mayor sufrimiento, su relación con el Padre no había sido destruida.
La crucifixión no fue la derrota del Hijo de Dios, sino la victoria de la redención.
Después de este clamor, Jesús había sufrido lo peor del castigo por el pecado. Estaba listo para avanzar hacia la culminación de Su misión.
Así como esta cuarta palabra nos muestra el peso del pecado y la gravedad de la separación de Dios, también nos prepara para la siguiente declaración de Jesús: Su profunda humanidad y Su deseo de cumplir hasta el último detalle la voluntad del Padre.
V. “Tengo sed.” (Juan 19:28)
Después de experimentar la separación del Padre al cargar con el pecado del mundo, Jesús pronuncia una de las declaraciones más breves en la cruz, pero con un peso teológico y profético inmenso: “Tengo sed.”
El evangelio de Juan nos dice:
“Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed.” (Juan 19:28).
A primera vista, estas palabras parecen referirse únicamente al intenso sufrimiento físico de la crucifixión. Pero como en cada palabra que Jesús pronunció en la cruz, el significado va mucho más allá del dolor físico.
¿Por qué Jesús, quien multiplicó el agua en vino, quien calmó la tempestad, quien dijo que en Él fluye el agua viva, declara tener sed?
Para responder a esto, debemos analizar tres aspectos esenciales: Su humanidad, el cumplimiento profético y el significado espiritual de Su sed.
a. La humanidad real de Jesús en la cruz
Jesús no era solo plenamente Dios, sino también plenamente humano. En Su encarnación, Él experimentó el hambre, el cansancio, el dolor y la angustia como cualquier otro ser humano.
Desde el principio de Su ministerio, la Escritura testifica que experimentó emociones y necesidades físicas:
- Tuvo hambre: “Después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre.” (Mateo 4:2).
- Se cansó: “Jesús, cansado del camino, se sentó junto al pozo.” (Juan 4:6).
- Lloró: “Jesús lloró.” (Juan 11:35).
Ahora, en la cruz, Su cuerpo estaba completamente agotado. Había perdido una cantidad extrema de sangre, estaba deshidratado, sus músculos se contraían, su lengua se pegaba al paladar.
El Salmo 22, que Jesús citó en Su clamor anterior, también profetizó esta condición:
“Mi vigor se ha secado como un tiesto, y mi lengua se pegó a mi paladar; y me has puesto en el polvo de la muerte.” (Salmo 22:15).
Jesús sufrió hasta el extremo de la debilidad humana. No estaba fingiendo dolor; Su sufrimiento era real.
Pero Su sed no era solo física.
b. El cumplimiento de la profecía y la copa de sufrimiento
El evangelio de Juan enfatiza que Jesús dijo “Tengo sed” para que se cumpliese la Escritura.
Esta es una referencia directa a Salmo 69:21:
“Me dieron hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre.”
Los soldados romanos, sin saberlo, cumplieron esta profecía al ofrecerle vinagre:
“Y había allí una vasija llena de vinagre; entonces ellos empaparon en vinagre una esponja, y poniéndola en un hisopo, se la acercaron a la boca.” (Juan 19:29).
Este acto no fue un gesto de compasión, sino una burla.
Jesús, quien en Juan 4:14 había dicho:
“Mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás.”
… ahora experimenta una sed extrema.
Aquí vemos un contraste divino:
- El Agua Viva tenía sed.
- El Creador de los océanos clamaba por unas gotas de agua.
Pero esta sed no era solo la de un cuerpo agonizante.
Jesús había hablado antes sobre una copa que debía beber:
“Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.” (Mateo 26:39).
La “copa” simbolizaba el juicio de Dios sobre el pecado.
Ahora, en la cruz, Jesús estaba bebiendo hasta la última gota esa copa de sufrimiento y juicio.
Esta copa fue mencionada en el Antiguo Testamento:
“Porque en la mano de Jehová hay una copa, y el vino está fermentado, lleno de mistura; y él derrama del mismo; hasta el fondo lo apurarán, y lo beberán todos los impíos de la tierra.” (Salmo 75:8).
Jesús estaba bebiendo esa copa en nuestro lugar.
c. La sed espiritual de Jesús: Su deseo de cumplir la voluntad del Padre
Jesús no solo tenía sed física; también tenía una sed espiritual.
A lo largo de Su ministerio, Él expresó Su pasión por hacer la voluntad del Padre.
“Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra.” (Juan 4:34).
Jesús anhelaba que la redención fuera cumplida. Su sed reflejaba el deseo de ver la salvación consumada.
Dios también tiene sed: una sed de almas.
El profeta Isaías escribió:
“A todos los sedientos: Venid a las aguas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche.” (Isaías 55:1).
Jesús estaba experimentando nuestra sed espiritual.
Cada ser humano nace con una sed profunda de Dios. Algunos intentan saciarla con placeres, éxito o religión vacía. Pero solo Cristo puede satisfacer esa sed.
Por eso, en Apocalipsis, Jesús extiende una invitación:
“Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida.” (Apocalipsis 21:6).
Aquí vemos la ironía divina:
- Jesús tuvo sed para que nosotros no tuviéramos sed eternamente.
- Él bebió la copa de la ira de Dios para que nosotros pudiéramos beber del agua de la vida.
Su sed nos recuerda el precio de nuestra redención y nos invita a beber de Él.
Jesús, habiendo expresado esta sed, estaba ahora listo para declarar la victoria final.
Así como esta quinta palabra nos muestra la humanidad de Jesús y el cumplimiento de las Escrituras, también nos lleva a la culminación del sacrificio: “Consumado es.”
VI. “Consumado es.” (Juan 19:30)
Llegamos ahora a una de las declaraciones más significativas en la cruz: “Consumado es.”
Esta no es simplemente una afirmación de que Su vida estaba terminando; es una proclamación de victoria. El evangelio de Juan nos dice:
“Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu.” (Juan 19:30).
Estas palabras no son un lamento ni una señal de derrota. Al contrario, son la declaración de que la obra redentora de Dios ha sido completada.
Pero, ¿qué significa realmente “Consumado es”? Para comprender su profundidad, debemos analizar tres aspectos esenciales:
- a. El significado de la palabra griega “Tetélestai”.
- b. La consumación del plan de redención.
- c. La victoria sobre el pecado y la muerte.
a. El significado de la palabra “Tetélestai”
En el griego original, la frase “Consumado es” proviene de la palabra τετέλεσται (tetélestai), que significa “completado”, “pagado en su totalidad” o “llevado a su cumplimiento.”
Esta palabra tenía un significado profundo en la sociedad del primer siglo. Se utilizaba en varios contextos, y cada uno de ellos aporta una riqueza teológica al sacrificio de Cristo en la cruz.
En los documentos legales de la época, cuando una deuda era completamente pagada, se escribía “tetélestai” sobre el documento, indicando que la obligación había sido satisfecha en su totalidad. Jesús, al pronunciar esta palabra, estaba declarando que la deuda del pecado había sido pagada completamente.
En el sistema de sacrificios del templo, cuando un sacerdote examinaba un cordero para el sacrificio y lo encontraba sin defecto, declaraba “tetélestai”, confirmando que el animal era apto para ser ofrecido. Jesús, el Cordero de Dios sin mancha, era el sacrificio perfecto y definitivo por el pecado de la humanidad.
Además, en la vida cotidiana, cuando un siervo completaba la tarea encomendada por su amo, informaba con la palabra “tetélestai”, indicando que la obra estaba finalizada. Jesús, al morir en la cruz, cumplió la misión que el Padre le había encomendado.
En otras palabras, la deuda del pecado fue cancelada, el sacrificio perfecto fue aceptado y la misión encomendada por el Padre fue cumplida.
Por eso, esta declaración no es una rendición, sino una proclamación de victoria.
b. La consumación del plan de redención
Desde el Génesis, Dios había prometido un Salvador que restauraría la comunión entre el hombre y Dios. El Antiguo Testamento nos muestra un sistema de sacrificios temporales, los cuales eran una sombra del sacrificio perfecto que vendría.
Cuando Abraham llevó a su hijo Isaac al monte Moriah para sacrificarlo, Dios proveyó un cordero en su lugar, una imagen clara de lo que Cristo haría en la cruz (Génesis 22:13).
El cordero pascual en Egipto fue una señal del poder de la sangre derramada para redención:
“Y la sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros.” (Éxodo 12:13).
El sistema de sacrificios en el templo de Jerusalén exigía una ofrenda continua por el pecado, pero estos sacrificios no podían quitar el pecado de manera definitiva.
El libro de Hebreos nos dice:
“Así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos.” (Hebreos 9:28).
Cuando Jesús dijo “Consumado es,” estaba declarando que el propósito del Padre había sido cumplido en su totalidad.
La barrera que separaba a la humanidad de Dios había sido removida. Por eso, inmediatamente después de decir “Consumado es,” ocurrió un evento impactante:
“Y el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo.” (Mateo 27:51).
El velo del templo separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo, donde solo el sumo sacerdote podía entrar una vez al año para ofrecer expiación por el pueblo.
Cuando Jesús dijo “Consumado es,” el velo fue rasgado, demostrando que ahora el acceso a Dios estaba abierto para todos los que vienen a Cristo.
Este fue el cumplimiento de la promesa en Hebreos:
“Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo.” (Hebreos 10:19).
Ahora, el camino hacia Dios está abierto para todos los que creen en Jesús.
c. La victoria sobre el pecado y la muerte
La cruz no fue el final de Jesús. Fue el principio de la victoria sobre el pecado y la muerte. Desde la caída de Adán, la humanidad estuvo bajo el dominio del pecado y la condenación de la muerte.
“Porque la paga del pecado es muerte.” (Romanos 6:23).
Pero en la cruz, Jesús pagó el precio que nosotros no podíamos pagar.
“Y a vosotros, estando muertos en pecados, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz.” (Colosenses 2:13-14).
El enemigo pensó que la cruz era su victoria, pero fue su derrota.
“Y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz.” (Colosenses 2:15).
Jesús desarmó a Satanás, canceló la deuda del pecado y venció el poder de la muerte.
Esta victoria se completó con Su resurrección, cuando derrotó la tumba y se levantó con poder.
Por eso, el apóstol Pablo proclama:
“¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Corintios 15:55).
Cuando Jesús dijo “Consumado es,” el destino de la humanidad cambió para siempre.
Ya no estamos bajo la condenación del pecado, sino bajo la gracia de Dios en Cristo.
Jesús, habiendo declarado que la obra de redención estaba completa, ahora estaba listo para entregar Su espíritu al Padre.
Así como esta sexta palabra nos muestra la consumación de la redención, también nos lleva a la última declaración de Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.”
VII. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” (Lucas 23:46)
Después de proclamar “Consumado es,” Jesús pronunció Su última palabra en la cruz. No fue un susurro de resignación ni un gemido de desesperación. Fue un clamor de confianza absoluta en el Padre.
El evangelio de Lucas nos dice:
“Entonces Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró.” (Lucas 23:46).
Aquí no vemos a un hombre derrotado. Vemos al Hijo de Dios entregando Su vida con plena seguridad, con el conocimiento de que Su espíritu no quedaría en el abandono.
Jesús no murió como cualquier otro crucificado. No murió porque Su cuerpo colapsó por el sufrimiento. No murió por la voluntad de los soldados romanos o de los líderes religiosos. Jesús murió porque Él mismo decidió entregar Su espíritu al Padre.
Para comprender la magnitud de esta declaración, debemos analizar tres aspectos esenciales:
a. Jesús entrega Su espíritu en total soberanía
Desde antes de Su crucifixión, Jesús dejó claro que Su vida no le sería arrebatada por la fuerza.
En Juan 10:17-18, Él dijo:
“Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar.”
Esta declaración es clave. Jesús no fue una víctima de la cruz; Él fue el Señor de Su propia muerte. El sufrimiento físico de la crucifixión podía extenderse por días, pero Jesús murió antes de lo esperado.
Pilato mismo se sorprendió cuando le informaron que ya estaba muerto:
“Pilato se sorprendió de que ya hubiese muerto; y haciendo venir al centurión, le preguntó si ya estaba muerto.” (Marcos 15:44).
Los demás crucificados morían por asfixia y agotamiento. Jesús murió porque Él lo decidió.
Lucas nos dice que Jesús “clamó a gran voz.” Esto es extraordinario. Un hombre moribundo no tiene fuerzas para gritar. Pero Jesús no murió debilitado o inconsciente.
Su muerte fue un acto voluntario, un último acto de obediencia absoluta al Padre.
El apóstol Pablo lo expresa en Filipenses 2:8:
“Y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.”
Aquí vemos la obediencia total de Cristo. Hasta Su último aliento, Él confió en el Padre.
b. El cumplimiento del Salmo 31 y la certeza de la resurrección
Las palabras “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” no fueron inventadas en ese momento.
Jesús estaba citando el Salmo 31:5:
“En tu mano encomiendo mi espíritu; tú me has redimido, oh Jehová, Dios de verdad.”
David escribió estas palabras en un tiempo de angustia, confiando en que Dios lo rescataría.
Jesús, en la cruz, aplica este Salmo a Sí mismo. Pero Él no solo lo dice como una súplica… Él lo proclama como un acto de confianza inquebrantable.
Y hay algo más.
El Salmo 31 no termina en desesperación. Es un Salmo de esperanza y victoria.
Jesús sabía que Su muerte no era el final.
Pedro, predicando en Pentecostés, citó el Salmo 16 y explicó que Jesús no quedaría en la tumba:
“Porque no dejarás mi alma en el Hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción.” (Hechos 2:27).
Jesús entregó Su espíritu con la absoluta certeza de que al tercer día resucitaría en gloria.
El enemigo creyó que había ganado, pero Jesús, con esta última palabra, estaba declarando Su victoria.
Por eso, en Hechos 2:24, Pedro proclama:
“Al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella.”
Era imposible que la muerte retuviera a Jesús.
La última palabra de Jesús en la cruz no es un final, sino un principio.
c. La esperanza eterna para los creyentes
La manera en que Jesús murió nos deja una enseñanza fundamental:
Si confiamos en el Padre, podemos vivir y morir con la misma certeza. Así como Jesús encomendó Su espíritu al Padre, cada creyente puede hacer lo mismo.
Cuando Esteban fue apedreado por predicar el evangelio, sus últimas palabras reflejaron las de Jesús:
“Señor Jesús, recibe mi espíritu.” (Hechos 7:59).
Esto nos muestra la seguridad que tenemos en Cristo.
Jesús abrió el camino para que todos los que creen en Él puedan enfrentar la muerte sin temor. Pablo lo expresó con una certeza inquebrantable:
“Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia.” (Filipenses 1:21).
Un creyente no muere con incertidumbre. Muere con la certeza de que su espíritu será recibido por el Señor. Jesús dijo:
“En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros.” (Juan 14:2).
Morir en Cristo no es perder la vida, sino entrar en la plenitud de Su gloria.
El apóstol Pablo lo expresó así:
“Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro.” (Romanos 8:38-39).
Jesús no solo murió con confianza en el Padre.
Él nos dejó un modelo.
Nos enseñó que la muerte no es el final para aquellos que confían en Dios.
Si confiamos en Él, podemos vivir sin miedo y enfrentar la eternidad con esperanza.
Conclusión
Las últimas palabras de Jesús en la cruz no fueron simples expresiones de un moribundo. Fueron declaraciones de verdad eterna, de victoria, de cumplimiento y de esperanza.
Cada una de estas palabras nos revela el corazón de Dios, el carácter de Cristo y el propósito de la redención.
Cuando Jesús dijo:
- “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34), nos mostró la magnitud del perdón divino.
- “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43), dejó en claro que la salvación es inmediata para el que cree.
- “Mujer, he ahí tu hijo… He ahí tu madre” (Juan 19:26-27), nos enseñó la importancia de la compasión y el cuidado mutuo.
- “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46), reveló el peso de cargar con nuestro pecado y la angustia de la separación de Dios.
- “Tengo sed” (Juan 19:28), testificó Su humanidad real y el cumplimiento de la profecía.
- “Consumado es” (Juan 19:30), proclamó que la obra de redención estaba completada.
- “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46), mostró Su absoluta confianza en el Padre y la certeza de la resurrección.
Pero estas palabras no son solo historia.
Son un llamado a nosotros hoy.
Nos desafían a vivir con fe, a confiar en Dios, a perdonar como Él perdonó, a amar como Él amó y a caminar con la certeza de la victoria en Cristo.
No podemos quedarnos como meros espectadores de la cruz.
Debemos preguntarnos:
- ¿He recibido el perdón que Jesús ofrece?
- ¿Estoy viviendo con la certeza de la salvación?
- ¿Tengo la misma confianza en el Padre que Jesús tuvo hasta Su último aliento?
Jesús no murió para dejarnos una religión, sino para darnos vida.
Su sacrificio nos llama a responder.
Hoy, Él sigue diciendo:
“El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida.” (Juan 5:24).
¿Responderás a Su llamado?
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