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¿Para quién son las bendiciones?

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La paz de la señora podía tranquilizar al más exaltado individuo. Su sencillo y, a la vez elegante, modo de vestir acaparaba notablemente la atención de los que le reciprocaban el educado “Buenos días” con el cual se presentó esa mañana a su llegada al consultorio del doctor James Trenton. Su cabello algo blanqueado en correspondencia a su edad, no demeritaba su presencia, sino aquilataba su fresco e intenso carácter. Tomó asiento en una butaca próxima a la mía, dispuesta a esperar pacientemente su turno.

–¿Es usted una nueva paciente del doctor Trenton? –Le pregunté.

–No, llevo muchos años con él. Prácticamente desde que vino para Miami.

–¡Qué curioso!, no recuerdo haberle visto antes.

–Es natural, vengo sólo a las citas de rutina. Yo, a Dios gracias, he sido una mujer muy saludable. ¿Qué edad cree que tenga?

–Déjeme adivinar: 55 años.

–Ay señor, por el amor de Dios, no me haga reír. En 1946 tenía 16 años, y considerando que éste es el año 2003; si es bueno para las Matemáticas no le será difícil calcular mi edad.

–Soy un periodista, pero me gustan los números: tiene 73 años.

Le dije la edad y quedé estupefacto por unos segundos; pues nunca la habría acertado basándome en su apariencia. Dos señores cercanos a nosotros abrieron los ojos desmesuradamente y se miraron escépticos. Cuando por fin encontré coordinar mis ideas, le comenté:

–¡Señora!, usted es una mujer muy bendecida.

–¡ Amén! Así es, usted está en lo cierto. Yo pudiera mentir descontándome algunos años, pero no es propio de una mujer que sirve a Cristo, además que las bendiciones se revelan para testimonio y edificación de otros.

–Soy muy curioso y quiero preguntarle algo.

–Es muy lógico, los periodistas siempre tienen preguntas que hacer. ¿Estudió en Cuba, verdad? Porque a juzgar por su acento, es cubano.

–Cincuenta por ciento. Mi padre era alemán.

–No en valde sus facciones arias. Imposible negar su origen.

–Y ahora –continué– respondiendo a la primera pregunta. No… no estudié en Cuba, sino en New York . Pero bueno, me gustaría saber algo.

–Adelante.

–¿Por qué me hizo calcular su edad a partir de los 16 años?

–Ahí le voy.

Abrió su bolsa y sacó un pañuelito blanco que suele usarse para recoger el sudor de la frente del recién llegado a la sombra tras escapar del despiadado calor en las calles miamenses, y acto seguido comenzó su relato.

–Agosto de 1946 transcurría y yo estaba a punto de comenzar la ceremonia de matrimonio en una iglesia católica de Cárdenas, mi ciudad querida. Me casaba a petición e insistencia de mi novio de 25 años. Nunca supe el porqué de la premura de Adler por casarse, pero yo lo amaba y no vacilé en acceder aun contra la opinión de mis padres. Se suponía que él estaría esperándome en la iglesia, pero cuando llegué a la misma, no lo encontré. Comencé a ponerme nerviosa, y la idea de que me dejara plantada me atormentaba.

Hizo una pausa, y noté que por un instante aquella historia le embargaba alguna tristeza. Hice un ademán de consolarla, pero nuevamente usó su pañuelito para contener el sudor, y luego continuó.

–Cuando la boda se fue a dar por cancelada por ausencia del novio, Adler apareció esposado en un carro de policía. Un teniente de inteligencia cubana, para consolarme, cortésmente me dijo: “Señorita, tendrá que postergar su boda, pero como esto es sólo una investigación de rutina, espero que su novio regrese pronto”. Adler no regresó, y dos años después supe que era un capitán de las SS, cuyo verdadero nombre era Floy Koch, y que había abandonado una relación en Camagüey dejando un a niño pequeño de por medio.

–¿Usted llegó a conocer esa familia camagüeyena?

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