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El yemero de Cárdenas

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Desde Calvo hasta Real, a través de la calle veinticuatro de la ciudad de Cárdenas, se anunciaba el yemero por su elegante y melodioso pregón: -“Yema de coco” –entonaba repetidas veces. Yo, que era un niño de cuatro o cinco años por aquellos días, solía visitar a mi tía que vivía en esta misma calle, y cuando oía el pregón del vendedor de yemas, salía a una velocidad vertiginosa a su encuentro.

En la acera frente a la casa de mi tía, un poco hacia la esquina, el yemero abría una pequeña mesa de tijeras y sobre ella, colocaba una caja de cristal conteniendo las deliciosas yemas: eran unas ampolletas acarameladas y doradas, rellenas de almibarado coco molido, que yo –como niño al fin- las consideraba unas golosinas inigualables.

Las yemas se vendían a diez centavos cada una y esta vez, como otras, llegué de primero. Le di un real al vendedor y unos minutos después saboreaba mi dulce favorito. No me retiré al devorar mi yema, tenía deseos de otras; pero no contaba con más dinero, y permanecí allí conversando con el yemero que esperaba por otros clientes. En eso, llega un señor que paga veinte centavos y se le entregan tres yemas de las cuales me regala una y se marcha con dos restantes. Miré al vendedor pensando que se había equivocado entregando una más que lo establecido por el precio; pero éste me sonrió haciéndome entender que lo hizo a propósito y yo callé para no ser imprudente.

Más tarde aparece una señora que da tres reales y el vendedor le entrega cinco yemas. Ella me regaló dos y se llevó tres; pero esta vez no me asombró la bondad del yemero, pues ya tenía experiencia del primero.

Por nuestras espaldas venía el cartero que repartía sus cartas montado sobre una bicicleta, se detuvo y entregó cuarenta centavos, y el vendedor le dio siete yemas y él, a su vez, me regaló tres retirándose con cuatro.

Cinco minutos después apareció un señor grueso de cara muy seria que dio cinco reales. Yo calculé, y de acuerdo a la secuencia se le tendrían que entregar nueve yemas; Pero el yemero le dio estrictamente cinco. Entonces nuevamente me asombré y al mirar hacia el vendedor, éste ya me esperaba guiñándome un ojo. El gordo se sentó al borde de la acera y casi sin respirar, se las comió todas sin obsequiarme una.

Cuando quedamos solos, el yemero concluyó: -Al que más tiene, más se le dará; y al que menos tiene, menos se le dará.

Entonces yo le increpé: “El gordo era quien más dinero tenía”.A lo que él me respondió: -Me refiero a más o menos disposición para servir.

Todavía yo no había quedado del todo claro y le pregunté: -¿Pero cómo supiste que el gordo no me daría ni una yema?

-Lo pude discernir – me dijo –del mismo modo que supe que tú querías otras, como también quienes te las podrían ofrendar.

Estoy casi seguro que el yemero nunca había leído esto: “Porque al que tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado”. Mateo 25:29. Pero, ¡caramba, qué clase de intuición tenía!.

© Antonio J. Fernandez. Todos los derechos reservados.

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