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La fe se contagia

Reflexiones Cristianas

Reflexiones Cristianas.. Lectura Biblica: Lucas 1:39-56

INTRODUCCIÓN

María acaba de recibir una misión enorme: ser la madre de Cristo. Con una fe ciega y superando los obstáculos de la incredulidad, aceptó y se declaró la Esclava del Señor.  Pero llevar a Cristo en su seno no es sólo un privilegio infinito, sino que principalmente es una obligación y una responsabilidad.

No podemos encerrar a Dios en nuestro corazón, tenemos que llevarlo a todos los que nos rodean, tenemos que contagiar la fe en Dios. Y es precisamente lo que hace María con su pariente Elisabet.

LA FE TAMBIÉN SE CONTAGIA

Cuando pensamos en “contagio”, lo asociamos casi siempre con algo negativo, con alguna enfermedad, con la acción de propagar algo negativo. Y por supuesto que, salvo algunas enfermedades muy raras, sólo puedes contagiar una enfermedad que tú tienes.

Hay quienes pueden ser portadores de un virus, pero no padecer la enfermedad. Lo más común es que sólo quien tiene la enfermedad la puede contagiar. Pues aunque sea de forma negativa, así mismo funciona con la fe y con la confianza en Dios.

Se puede contagiar, se puede impulsar a que otros vivan la fe, pero sólo si tú la vives. Y aquí hay dos asuntos ocultos: sólo una persona de fe puede contagiarla a los otros. Pero el otro asunto oculto es: la persona de fe, sabe que está obligada a contagiarla y llevarla a los demás, porque “No se enciende una luz y se pone debajo de un almud” (Mateo 5:15).

La luz de la fe, ciertamente es un don de Dios, y el mérito inicial es de Dios que nos la regala. Pero también hay una parte humana en la fe: la del abandono en manos de Dios, el acto de voluntad de hacer a un lado el racionalismo (no la razón) y confiar.

Cuando una persona acepta el don de la fe en Dios, inmediatamente le queda claro que no puede dejar ese don para sí. Sabe que tiene que contagiarla a los demás.

Por eso, María, que era una mujer de una profunda fe, en cuanto supo por el Ángel Gabriel que su pariente Elisabet estaba encinta, “fue de prisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías, y saludó a Elisabet.” (Lucas 1: 39). Se fue para asistirla y ayudarla en los últimos meses de embarazo. Pero también para compartir la alegría de la fe.

María contagia a Elisabet con su fe, porque la luz de la fe no se puede ocultar, se irradia e ilumina a todos los que están alrededor. Por eso, en cuanto “oyó Elisabet la salutación de María, la criatura saltó en su vientre” (Lucas 1: 40) y se llenó del Espíritu de Dios. Ambas mujeres irradiaron una luz enorme, una tan grande que se convirtió en una hermosa oración de alabanza y gratitud hacia Dios:

Engrandece mi alma al  Señor; Y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva; Pues he aquí, desde ahora  me dirán bienaventurada todas las generaciones. Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso; Santo es su nombre, Y su misericordia es de generación en generación A los que le temen. Hizo proezas con su brazo; Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó de los tronos a  los poderosos, Y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, Y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel su siervo,  Acordándose de la misericordia De la cual habló a nuestros padres, Para con Abraham y su  descendencia para siempre (Lucas 1: 46-56)

La oración de María es humilde, porque sabe que es la sierva del Señor, pero también sabe que todas las generaciones la llamarán bienaventurada; sabe que Dios la ha engrandecido “el que se humilla, será enaltecido” (Lucas 14: 11), María es un alma alegre porque es agradecida. Y hay una relación directa entre el grado de alegría y satisfacción con la capacidad de gratitud.

Cuando un alma es agradecida, tiene más facilidad para valorar las cosas pequeñas y grandes que tiene. Esta es fundamentalmente una oración de gratitud que nos invita (nos contagia) a reconocer la grandeza de Dios en nuestra vida y en la vida de todos los que nos rodean. María reconoce el poder de Dios, que engrandece y exalta a los humildes y que a los soberbios los despide vacíos.

CONCLUSIÓN

Un gran ejemplo de la Madre de Cristo: humillarse ante Dios, hacerse su sierva, reconocer la grandeza del Señor y las maravillas que Dios obró en su vida. Una fe que mueve montañas (Mateo 17: 20) y que quiere contagiar a Elisabet, su pariente y con su oración, nos la contagia a todos.

La luz de la fe no se puede esconder; como personas de fe, como creyentes, tenemos el privilegio y el deber de irradiarlo a todos los que nos rodean. No podremos disimular la alegría de nuestra gratitud hacia nuestro Señor, que es Poderoso y también ha hecho cosas grandes en nosotros.

© Miguel Angel Prado. Todos los derechos reservados.

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