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Un recuerdo imborrable

Reflexiones Cristianas

Ese día que estábamos todo el pelotón de verdugos, estaba con mis indumentarias que me hacían lucir hombre de gran respeto e infundía miedo. Tenía varios años de trabajar para el emperador y me divertía cada vez que teníamos que azotar a los convictos.

Pero ese preciso día, tiempo de fiestas, ese hombre que vi ese día, lo vi un hombre de buen parecer, su rostro apacible, enmudecido, su mirada era más que penetrante, y en sus ojos había algo que hizo enardecer al sólo verle, pues no era posible que fuera mejor que yo, y en ese preciso instante sentí que quería azotarlo de una forma que sería la primera vez que más iba a disfrutar hacerlo.

Ver su porte era como pocos, o único podría decir, pero estábamos todos allí y nos vimos los rostros unos a otros, y me dieron el privilegio de ser el que comenzara la función de poder comenzar con el látigo llamado flagrum. Este era un material especial pues tenia metal y huesos, y me gustaba porque con este hombre los íbamos a usar muy bien.

Cuando vi la espalda de este hombre sentí algo extraño, pero no pude descifrar que era, pero algo dentro de mi me decía que lo hiciera con todas mis fuerzas, como que era un gran enemigo a quien iba a hacer este castigo y era una como venganza.

Al tener que dar mi entrada que debía marcar la diferencia, mis compañeros me dijeron: no eres lo suficiente como para arrancar un pedazo a la primera.

Recuerdo que ese primer latigazo que le di, lo hice con tanta fuerza que algunos partes del látigo se le incrustaron en la mejilla, y al jalarlo le expuse parte de los músculos de la cara, y en ese momento escuché un grito ensordecedor de alguien que estaba viendo el castigo y la espalda fue prácticamente inaugurada.

Vi la sangre de este hombre derramarse a gotas y gimió como un niño, y mis compañeros me aplaudieron. Cuando vi esa escena me sentí aún más envalentonado y me dije a mi mismo, el próximo que me toque darle lo haré con mayor puntería a su espalda para ver esa sangre más roja y brillante salir.

Mis compañeros que me siguieron a mi primer golpe y así llegaba mi turno, y volvía a hacerlo con mayor dureza y ver sangre me llenaba de alegría, y podía ver enterrarse estos fragmentos de hueso y metal enterrarse en su piel que ahora parecía un cuadro lleno de heridas sangrantes.

Sentí que mis turnos de darle golpes a este hombre eran aún más rápido, que me llegaba la oportunidad , y este hombre seguía gimiendo. Y cuando caía al suelo a pesar de estar encadenado a ese tronco, lo volvíamos a acomodar y que no se perdiera la función que estábamos dando.

Mucha gente gritaba aún más enardecida y eso me daba aún más fuerzas para golpearlo. En medio de todo eso, cuando cayó de nuevo, mi compañero de turno fue con un palo y le dio en la cabeza y al mismo tiempo le dio una orden que se pusiera en pie, y vi casi en segundos ver que su cuero cabelludo se formaba aquella pelota de sangre coagulada y se veía deforme su cabeza.

El jefe le dijo a mi compañero: no le puedes pegar en la cabeza aún, pues debe caminar hasta su lugar final y debe cargar su propia cruz, sino tú se la cargaras.

La gente gritaba: crucifíquenlo, crucifíquenlo, realmente yo sentía que me vitoreaban al poder flagelar a este hombre, y cuando me tocó dar el último latigazo hubo algo que pude percibir, y fue un terrible mal de culpa.

Sentí que había cometido un grave error, porque este hombre al parecer había hecho sedición y recordé una frase que él dijo cuando Pilato le preguntó: “…Así que tú eres rey? Jesús respondió: Tú dices que soy rey. Para esto yo he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz…” (Juan 18:37).

Esa porción vino a mi mente y solo cerré los ojos, y le di el último latigazo. Sentí que me había enloquecido y quería seguir y seguir haciéndolo, y un compañero me apartó y dijo: Basta, ya ha acabado el castigo de los látigos, solo debes verlo, míralo, no se puede reconocer. Aquel bello rostro que antes podía verse en él, ahora nosotros somos los causantes de su fealdad, y rompimos en carcajadas.

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