Por un lado, habla del amor del Padre hacia el Hijo permitiendo su nacimiento terrenal. Así que no fue extraño que en varias ocasiones le dijera desde el cielo: “Tú eres mi hijo amado en quien tengo complacencia”.
Pero lo grande de todo esto no solo es que el Padre amara al Hijo, sino que a través del Hijo el mundo pueda conocer lo que es la vida eterna (Juan 3:16). El Padre encomendó al Hijo una misión, ahora el Hijo nos encomienda una misión.
2. El Padre que entregó al Hijo (Romanos 5:8).
Siempre será extraño pensar que un padre entregue a su hijo para que muriera por otra persona. Pero saber que un Dios de amor haya hecho esto, es como la cumbre de toda incomprensión humana. Nadie sabe la hora en que ha de morir, sin embargo, el único ser que sabía hasta la hora en que iba a morir, se llama Jesús.
Y eso lo supo aún antes de que naciera, porque lo suyo no fue una decisión de última hora. A Dios no le tomó por sorpresa la caída del hombre, porque el plan de salvarlo ya se había hecho en la misma eternidad.
Y la caída del hombre (a quien no le faltaba nada en el Edén), pudo producir en Dios la misma determinación que tuvo el día cuando los ángeles se revelaron y fueron arrojados del cielo y que ahora están bajo condenación, esperando el día del juicio para ser lanzados al lago de azufre (Apocalipsis 20).
Pero en lugar de esto, observe la grandeza del amor de Dios expresada en Romanos 5:28. La muerte de Jesús por toda la humanidad es la cumbre del más grande misterioso de los amores; pero a su vez, el más rechazado de todos. Debemos anunciarlo.
3. El Padre que resucitó al Hijo.
Lo extraordinario del Padre que envió al Hijo es que fue Él mismo quien le resucitó de los muertos. Y si bien es cierto que el Padre pareció estar ausente durante el más cruento dolor del Hijo, desde el mismo momento que Jesús murió, el Padre se encargó de lo que sería el más grande de los milagros: la resurrección.
Observemos lo siguiente. De acuerdo con las profecías, sus huesos no fueron quebrados (Salmo 34:20) y su cuerpo no vio corrupción (Hechos 13:37). Fue enterrado por el rico José de Arimatea para que se cumpliera la profecía que con los ricos fue sepultado (Isaías 53:9).
Y fue desde allí que el Padre le resucitó entre los muertos. Para esto fue necesario que el Padre usara todo su poder.
Pedro, quien fue uno de los que vio la tumba vacía, los lienzos y el sudario organizado, comentó en su carta esa experiencia al decirnos: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran misericordia y mediante la resurrección de Jesucristo nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva…” (1 Pedro 1:3).
Dios no dejó a su Hijo en la cruz ni en la tumba. Lo resucitó para una esperanza viva y gloriosa. Ese Padre que ama al Hijo es quien también nos ordena ir a proclamarlo.