El hombre de Dios en tiempos peligrosos

Su característica fundamental no es el abundante follaje ni la regia estampa, sino la firmeza de su fe, por lo que puede permanecer firme aún en las pruebas más duras. El hombre de Dios no tiene una fe parásita, sino una fe personal, propia, producto de una visión personal.

Su actuar no depende de la fe de otros, como tampoco depende de la incredulidad de otros. Aunque bien sabemos que en la casa de Dios se recibe y se da ayuda, con todo, la firmeza de un creyente se basa en una fe personal, producto de haber visto al Señor.

El hombre de Dios tiene una historia personal. Hay una carrera que él sabe que está corriendo. El puede reconocer claramente los hitos de esa carrera. Puede dar testimonio de las misericordias de Dios en cada una de esas etapas.

El hombre de Dios puede decir, como Pablo: “Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia.” (Gálatas 1:15). Y como David: “Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre … No fue encubierto de ti mi cuerpo, bien que en oculto fui formado, y entretejido en lo más profundo de la tierra. Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas.” (Salmo 139:13, 15-16). De ahí en más, él puede reconocer la mano de Dios librándole, guardándole y guiándole como un padre libra, guarda y guía a su propio hijo.

¡Qué consuelo es, en el día de la prueba, en el día en que el cielo se nubla y las esperanzas flaquean, hacer memoria de las misericordias de Dios y enumerarlas una por una!

Podrán las circunstancias dar en contra, y tratar de desmentir la realidad de Dios en nuestra vida, pero desde lo profundo de nuestro ser, y aún desde los registros de nuestra memoria, surge un testimonio inconfundible a favor de Dios, de su amor tantas veces probado, de su paciencia infinita, de sus incontables favores y misericordias disfrutadas día tras día. Sólo quien ha visto la mano de Dios siguiéndole paso a paso en el camino de la vida podrá resistir firme en el día malo, y, habiendo acabado todo, estar firme.

De esta fe personal, y de esta experiencia personal, surge necesariamente un testimonio personal. Hay una palabra que se tiene que decir a favor de Dios. Hay en el corazón y en la boca un río que busca fluir en alabanzas al Dios bendito, y que necesariamente fluye. Este testimonio tiene ahora el valor de lo visto, lo oído y aun de lo palpado.

Al igual que Juan, podemos decir: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida … lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos …” (1ª Juan 1:1,3).

Lo mismo que Pedro podemos también decir: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo.” (2ª Pedro 1:16-18).

Alguien puede aducir, tal vez, que el testimonio de Juan y de Pedro procedían de experiencias concretas, pero ¿acaso no es más firme aún el testimonio del Espíritu Santo en nuestro espíritu?

¿No es el Espíritu el que da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios? ¡Es más seguro el testimonio del Espíritu, sin duda!. Pablo mismo lo atestigua diciendo: “Aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así.” (2ª Corintios 5:16). Por eso, ¡qué firmes e incuestionables son las palabras que proceden de la experiencia espiritual de un hombre de Dios! ¡Qué firme es el testimonio de un hombre que ha visto y oído al Señor! Esto es lo que hace estable la fe, real la experiencia y firme su testimonio.

HOMBRE DE DIOS – DE DIOS Y PARA DIOS

Consecuentemente con lo anterior, el hombre de Dios sabe que le pertenece a Dios y que existe para la gloria de Dios. Hay muchas cosas que hace, no porque le gusten a sí mismo, sino porque a Dios le agradan.

Así también hay muchas cosas que nunca hará, porque sabe que a Dios no le agradan, y él quiere agradar a Dios. Esto desemboca en una necesaria consagración, en una comunión íntima, en un presentarse a Dios como sacrificio vivo cada día.

El no sólo viene al Señor para ungirle los pies –cual María– sino también, al igual que ella en otro momento, para quedarse sentado a sus pies, en la más maravillosa contemplación de su gloriosa Persona, admirándole, y oyendo de su boca las palabras de verdad.

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