¡Cristo Vive! 4 Verdades Impactantes

Mauricio González

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7 Pruebas Poderosas que ¡Cristo Vive!

¡Cristo Vive! 4 Verdades Impactantes

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¡Cristo Vive! 4 Verdades Impactantes | Predicas Cristianas

Predicas Cristianas Lectura Bíblica: 1 Corintios 15:13-20

INTRODUCCIÓN

Hay fechas que cambian la historia… y hay un día que cambió la eternidad. El primer día de la semana, al amanecer, algo ocurrió en Jerusalén que transformó el destino de la humanidad. Según Lucas 24:1-6, unas mujeres fieles llegaron al sepulcro con aromas preparados, pero encontraron algo que no esperaban: la tumba estaba vacía. Y un ángel les preguntó: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado.”

Cada año, millones alrededor del mundo celebran este evento. Se levantan temprano, cantan himnos, se visten de blanco, organizan cultos especiales. Pero quiero hacerte una pregunta directa, y no es retórica: ¿y si Cristo no hubiese resucitado? ¿Y si todo esto fuera una ilusión, un engaño, una tradición vacía? ¿Qué pasaría con nuestra fe, nuestra esperanza, nuestras convicciones más profundas?

En 1 Corintios 15, el apóstol Pablo no evita esa pregunta. Al contrario, la enfrenta de manera directa. Nos lleva al corazón del evangelio y nos muestra, sin rodeos, lo que está en juego si la resurrección no es real. Pablo escribe con una urgencia pastoral, casi con angustia, porque él sabía lo que estaba en juego: “Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe” (1 Corintios 15:14).

En Juan 2:19-21, nuestro Señor declaró: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.” Él hablaba de Su cuerpo. Estaba anunciando Su muerte y Su resurrección. En Mateo 12:40, conectó Su resurrección con la señal de Jonás: “Porque como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra.” Y en Marcos 8:31, lo repitió claramente: “El Hijo del Hombre padecerá… y resucitará después de tres días.”

Él no dejó lugar a dudas. Prometió que saldría del sepulcro. Prometió victoria sobre la muerte. Si esa promesa no se cumplió, todo lo demás se derrumba. Cada doctrina, cada milagro, cada esperanza, cada promesa… sería inútil.

Pero no estamos aquí para llorar sobre una mentira, ni para sostener una tradición hueca. Estamos aquí porque hay evidencia, hay testimonio, y hay poder en la resurrección. Como dijo el apóstol Pedro en su primer sermón: “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos” (Hechos 2:32).

Este mensaje no es para entretener ni para impresionar. Es para confrontar nuestra alma con la verdad más gloriosa del evangelio: Cristo ha resucitado, y eso lo cambia todo.

I. TODA PREDICACIÓN SERÍA VANA (vers. 14a)

Pablo no está usando exageración. Él está diciendo la verdad sin filtro: si Cristo no resucitó, cada sermón jamás predicado sería inútil. Las palabras serían solo eso… palabras. Sin poder. Sin base. Sin fruto. Predicar sin resurrección es como gritar a un abismo esperando respuesta. Sin el triunfo del sepulcro, el púlpito pierde sentido. Y no solo los mensajes del presente… también los del pasado.

Si el Señor no venció la muerte, entonces cada sermón que he preparado, cada mensaje que hemos escuchado, cada palabra que se ha predicado durante siglos, habría sido un desperdicio de tiempo y energía. Estaríamos construyendo sobre una mentira, enseñando con autoridad vacía, consolando con esperanzas huecas. Sería como ofrecer medicina sin sustancia a un moribundo.

Imaginemos por un momento lo que esto implicaría. ¿Qué diríamos de los primeros discípulos? Hombres como Pedro, que predicó con valentía en Pentecostés. ¿De qué sirvieron sus palabras si Cristo seguía muerto? ¿Qué decir de Esteban, que fue apedreado mientras testificaba del Cristo resucitado? ¿Murió por un engaño? ¿Y qué de Pablo, que viajó de ciudad en ciudad enfrentando cárceles, naufragios y traiciones por predicar a un Salvador vivo? ¿Fue todo eso una locura?

Y si seguimos avanzando en la historia, ¿qué diremos de los mártires de la Iglesia primitiva, que fueron quemados vivos, devorados por bestias, crucificados cabeza abajo, todo por confesar que Jesús vive? Si Él no resucitó, ellos murieron por nada.

El eco de sus sermones retumbaría en la eternidad como un fraude. Martín Lutero, que desafió al imperio con su mensaje de salvación por fe, estaría equivocado. John Wesley, que predicó al aire libre a multitudes sedientas en Inglaterra, habría entregado su vida a una causa vacía. Dwight L. Moody, que llenó auditorios con el mensaje del Cristo vivo, habría conmovido corazones solo con ilusiones religiosas. Y nosotros, querido pueblo, nosotros tampoco tendríamos razón para estar aquí.

Sin la resurrección, no hay razón para reunirnos como Iglesia. No hay base para el evangelio, porque el evangelio no es solo que Jesús murió, sino que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras (1 Corintios 15:4). Si solo murió, fue un mártir. Pero si resucitó, es el Señor de la vida. Pablo lo afirma: “Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación” (vers. 14). La palabra “vana” en el griego original es κενός (kenos), que significa “vacía, hueca, sin valor.”

Lo que predicamos no es filosofía, ni consejos morales, ni historias antiguas. Predicamos a un Cristo resucitado, glorioso y reinante. Sin esa verdad, cada palabra sería un suspiro sin impacto, una vela encendida en una cueva sin oxígeno.

Y aún más: el acto de escuchar la predicación también sería inútil. El que prepara el mensaje y el que lo escucha estarían perdiendo el tiempo por igual. Sería como asistir a una obra de teatro que promete salvación pero termina en tragedia. No habría convicción, ni redención, ni transformación.

Pero bendito sea el Señor… porque Cristo sí resucitó. Y por eso la predicación tiene vida, tiene poder, tiene propósito. Porque no predicamos un recuerdo, predicamos una victoria. Como dijo Pedro en 1 Pedro 1:3: “Nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos.”

Y es esa esperanza viva la que da fuerza al púlpito, que conmueve corazones, que rompe cadenas, que salva pecadores.

Así que hermanos, si la predicación tiene sentido… es porque la tumba quedó vacía. Si el evangelio sigue transformando vidas… es porque Jesús vive y reina para siempre.

II. TODA FE SERÍA VANA (1 Corintios 15:14b)

Pablo no solo habla del púlpito… ahora va más profundo: habla del corazón. Si Cristo no ha resucitado, nuestra fe no tiene valor, no tiene sustancia, no tiene poder. Sería como construir una casa sobre arena: bonita por fuera, pero sin fundamento. El término que Pablo usa en griego para “vana” también puede traducirse como ilusoria, inútil, sin resultado. No está hablando de una fe débil… sino de una fe falsa.

¿Y qué es lo que sostiene nuestra fe? Romanos 10:9 lo dice con claridad: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.” Es la resurrección lo que da vida a nuestra fe. Sin ella, no hay salvación, no hay justificación, no hay reconciliación.

En Hechos 16:31, Pablo y Silas dijeron al carcelero: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo.” Pero ¿cómo creer en un Salvador muerto? ¿Cómo confiar en un Cristo derrotado? Sería como subirse a un barco con un agujero en el casco… estamos condenados desde el inicio.

Nuestra fe no es una emoción ni una fuerza mental. Es una confianza total en la obra de Cristo, en Su muerte, sepultura y resurrección. Si quitamos una de esas tres verdades, todo se derrumba. Efesios 2:8-9 nos recuerda que somos salvos “por gracia… por medio de la fe.” Pero si la fe no tiene un objeto vivo, esa fe es inútil. Si el objeto de nuestra fe sigue en la tumba, entonces somos como niños creyendo en cuentos.

Y no solo hablamos de fe para salvación. Pablo va más allá. Si Cristo no resucitó, entonces toda fe que oramos, que cantamos, que declaramos, que defendemos… también está vacía. En Marcos 9:23, Jesús dijo: “Al que cree, todo le es posible.” Pero si Él está muerto, ¿a quién le pedimos? ¿A quién clamamos?

Jeremías 33:3 dice: “Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces.” ¡Pero si Él no vive, entonces esa promesa queda sin cumplimiento! Nuestra fe para los milagros, para la sanidad, para la provisión, para la protección… quedaría en el aire.

Y aún más, sin la resurrección, no tendríamos paz verdadera. Filipenses 4:6-7 nos llama a no afanarnos por nada, sino a orar y recibir “la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento.” ¿Pero qué paz puede tener el alma si no hay seguridad de victoria? ¿Cómo hallar descanso si no tenemos certeza de que la muerte fue vencida?

El salmista escribió con valentía: “Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré?” (Salmo 27:1). Pero sin la resurrección, ese salmo se convierte en un poema vacío. Un suspiro en medio del caos.

Amados, la fe no es un consuelo emocional. Es un puente entre nosotros y Dios. Un puente construido por la cruz y confirmado por la tumba vacía. Si Cristo no resucitó, entonces ese puente se cae… y nosotros seguimos separados de Dios.

Pero gloria al Señor… Él sí resucitó. Y por eso nuestra fe tiene sentido, tiene poder, y tiene fruto. Por eso oramos, y Él responde. Creemos, y Él actúa. Esperamos, y Él no falla. Como dice Hebreos 12:2, Jesús es “el autor y consumador de la fe.” Y si Él vive, entonces nuestra fe vive también.

Así que hermanos, no estamos creyendo en vano. No somos gente que sigue una idea, sino personas que siguen a un Cristo vivo, presente y victorioso. Cada vez que creemos, caminamos en el poder de Su resurrección.

III. TODA ESPERANZA DEL CIELO SE HABRÍA PERDIDO (vers. 18)

Pablo no está especulando. Él está enseñando verdades eternas con el corazón de un pastor. Si Cristo no resucitó, entonces —dice él— “también los que durmieron en Cristo perecieron.” Es decir, la muerte seguiría teniendo la última palabra. El sepulcro sería el final. El cuerpo se convertiría en polvo… y el alma se extinguiría con él.

Piénsalo bien: si Jesús no se levantó, no hay resurrección para nadie. Eso significa que los que murieron creyendo en Él… murieron en vano. No están “en la presencia del Señor” como dice 2 Corintios 5:8. No están esperando la trompeta final como leemos en 1 Tesalonicenses 4:16. No están dormidos en paz… están perdidos para siempre. ¿Te das cuenta de lo que eso implicaría?

Sería como visitar una tumba… sin esperanza. Cada funeral cristiano se convertiría en un acto de desesperación. Cada lágrima sería definitiva. Cada adiós, eterno. No podríamos decir: “Lo veré en el cielo.” No podríamos cantar: “Cuando allá se pase lista…” porque no habría lista, ni allá.

Si Cristo no resucitó, entonces ninguna mansión está siendo preparada. En Juan 14:1-3, el Señor prometió: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay… voy, pues, a preparar lugar para vosotros.” Pero si Él no resucitó, entonces no está preparando nada. No hay cielo, no hay encuentro, no hay gloria venidera.

Tampoco habría “ganancia” al morir. Filipenses 1:21 dice: “Para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia.” Pero sin resurrección, la muerte sería una pérdida irreparable. Nada de mejor lugar, nada de descansar de nuestras obras, nada de heredar la vida eterna. Solo oscuridad. Solo olvido.

Y peor aún… no habría reencuentro con nuestros seres queridos en la fe. Aquellos padres que murieron en Cristo, aquellas madres que oraban por sus hijos, aquellos pastores que nos guiaron, aquellos hermanos que nos amaron… todos estarían fuera de nuestro alcance. La promesa de 1 Tesalonicenses 4:13-17 quedaría anulada. No habría arrebatamiento, ni reunión en las nubes, ni victoria sobre la muerte.

La esperanza del cielo es el ancla del alma. Hebreos 6:19 dice que tenemos “una esperanza segura y firme, que penetra hasta dentro del velo.” Esa esperanza no está basada en emociones, ni en ideas… está basada en la resurrección de Cristo. Si Él vive, entonces hay cielo. Si Él resucitó, entonces nosotros también resucitaremos.

Pero si Él no vive, entonces todo sería una ilusión cruel. Habríamos creído en promesas vacías. Hablar del cielo sería como hablar de Narnia: algo bonito, pero irreal. No habría lugar para nosotros en la eternidad. Solo muerte. Solo pérdida.

Pero amados… ¡Cristo sí resucitó! Y porque Él vive, la tumba no es el final. Porque Él resucitó, tenemos entrada libre al lugar santísimo. Porque la piedra fue removida, el cielo fue abierto. Por eso Pablo declara con certeza en Romanos 8:11: “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales.”

Por eso no tememos a la muerte. Por eso cantamos con gozo. Por eso decimos con fe: “Ausentes del cuerpo, presentes al Señor.” Porque el mismo Jesús que salió del sepulcro nos ha prometido: “Donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3).

Así que si el cielo es real, es porque la tumba quedó vacía.

IV. TODOS LOS CREYENTES SERÍAN LOS MÁS DIGNOS DE LÁSTIMA (vers. 19)

Pablo no está hablando desde la emoción, sino desde la lógica espiritual. Si la resurrección no ocurrió, entonces los creyentes no solo estarían equivocados… serían dignos de compasión. Y no por lo que creen, sino por lo que han sacrificado creyendo.

¿Te das cuenta del peso de esa declaración? Si Cristo no resucitó, entonces nosotros hemos basado nuestra vida entera en una mentira. Habríamos creído un engaño piadoso, pero engaño al fin. Habríamos tomado decisiones eternas basadas en una ilusión. Habríamos renunciado al mundo, al pecado, al orgullo, a las riquezas… por un Cristo que, en ese escenario hipotético, no tiene poder sobre la muerte.

Piénsalo bien. ¿Qué diría el mundo? “Mira a esos cristianos, viven para otro mundo… ¡y ese otro mundo no existe!” Nos llamarían tontos. Fanáticos. Ilusos. ¿Y cómo podríamos defendernos? Sin resurrección, no habría argumento.

Seríamos —como dice Pablo— “los más dignos de lástima.” No por ser pobres. No por sufrir. No por amar. Sino por haber creído con toda el alma… en algo que no era verdad.

Mira cómo lo dice el versículo: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres.” En otras palabras, si nuestra esperanza en Cristo termina con la muerte, entonces todo lo que hacemos pierde valor eterno.

Habríamos renunciado a placeres temporales, habríamos soportado persecución, habríamos sido rechazados, burlados, ignorados… ¿para qué? ¿Para vivir una moral alta y morir igual que todos los demás? No. El evangelio no es una mejora ética, es una transformación eterna. Y esa transformación solo es posible porque Cristo vive.

Y hay más. Sin resurrección, el gozo cristiano sería fingido. Cada testimonio, cada himno de victoria, cada lágrima de adoración… serían solo emociones humanas disfrazadas de fe. No podríamos hablar de libertad, ni de propósito, ni de nueva vida. Seríamos como náufragos que cantan para no llorar, pero sabiendo que no hay rescate.

Y no se trata solo de lo que renunciamos, sino de lo que hemos proclamado. Habríamos dicho a otros que Cristo cambia vidas, que salva, que transforma… ¿y si Él sigue en la tumba? Entonces también seríamos culpables de arrastrar a otros a la misma mentira. Habríamos guiado a otros al abismo creyendo que los llevábamos al cielo.

Pero hermanos… gracias a Dios, ese “si” es solo una hipótesis. Porque Cristo sí resucitó. ¡Y eso lo cambia todo! La vida cristiana no es una tragedia disfrazada de fe. Es la mayor verdad jamás revelada. No somos dignos de lástima, sino de esperanza. No somos engañados, somos testigos. No somos miserables, somos bienaventurados.

Y por eso, podemos proclamar con firmeza lo que dice 1 Pedro 1:8-9: “aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso, obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas.” Esa alegría, ese propósito, esa convicción… solo existen porque la tumba está vacía y el trono está ocupado.

Así que no somos los más dignos de lástima… somos los más bendecidos, porque seguimos a un Salvador vivo.

CONCLUSIÓN

Después de examinar todas las consecuencias de una fe sin resurrección —una predicación vacía, una fe inútil, una esperanza extinguida y una vida engañada— Pablo no nos deja en la duda. Él no termina su argumento con incertidumbre. Al contrario, lo sella con una declaración de victoria: “Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho” (1 Corintios 15:20).

Esa expresión “mas ahora” lo cambia todo. No estamos viviendo bajo una suposición. No estamos siguiendo una fábula. Estamos afirmando una realidad comprobada, histórica, profética y espiritual: Cristo vive. No en teoría, no en metáfora, sino literalmente. Él salió del sepulcro. Se presentó a sus discípulos. Comió con ellos. Les mostró sus manos traspasadas. Caminó con ellos. Habló. Bendijo. Ascendió.

Y porque Él vive, la predicación tiene poder. No predicamos un mártir… predicamos a un Rey. No proclamamos una tragedia… anunciamos la buena noticia de la resurrección.

Porque Él vive, la fe tiene fundamento. Nuestra confianza no está en el vacío, sino en Aquel que venció a la muerte. Podemos acercarnos con seguridad, orar con autoridad, caminar con certeza.

Porque Él vive, el cielo es real. Las promesas no son poesía, son garantía. Él es las primicias, y nosotros seremos como Él. La tumba no nos detendrá. El cuerpo será transformado. La muerte será absorbida en victoria.

Porque Él vive, nuestra vida sí tiene sentido. No somos dignos de lástima, somos testigos. Hemos cambiado lo terrenal por lo eterno, no por un sueño… sino por una realidad gloriosa.

Y Pablo nos dice más. En el versículo 25-26, añade: “Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte.” La resurrección no fue el final de la historia. Fue el principio de Su reinado eterno. Él reinará sobre todo. Y cuando todo haya sido sometido, la muerte será destruida… para siempre.

Pero antes de cerrar, quiero que te hagas una última pregunta. ¿Reina Cristo en tu corazón? No basta con saber que Él resucitó… es necesario que Su vida transforme la tuya. Él no murió y resucitó solo para darnos doctrina. Lo hizo para darnos vida. Vida nueva. Vida eterna. Vida abundante.

Así que no se trata solo de un día en el calendario. Se trata de una decisión en el corazón. ¿Está Cristo sentado en el trono de tu alma? ¿Estás viviendo bajo Su autoridad, Su gracia y Su victoria?

Hoy no celebramos una religión… celebramos un hecho eterno:

¡Cristo vive, reina y pronto volverá!

© Mauricio González. Todos los derechos reservados.

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Mauricio González
Autor

Mauricio González

Hola, soy Mauricio, y vivo en Buenos Aires, Argentina. Hace más de 20 años entregué mi vida al Señor, y desde entonces, he experimentado Su gracia y fidelidad de maneras que nunca imaginé. Mi pasión por la Palabra de Dios me llevó a dedicarme a escribir y compartir devocionales cristianos. A través de ellos, busco inspirar a otros en su fe, animándolos a profundizar en su relación con Cristo y a vivir conforme a Sus principios. Escribir devocionales me permite conectar con personas de todas partes, compartiendo mensajes de esperanza y verdad que nos ayudan a enfrentar los desafíos diarios con confianza en Dios. Cada reflexión es una oportunidad de recordar que no estamos solos y que Su amor nos sostiene en cada paso. Mi deseo es que, al leer mis escritos, muchos puedan experimentar la paz y la fortaleza que solo nuestro Señor puede dar.

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