Estudios Bíblicos
Estudios Bíblicos Prédica de Hoy: La obediencia a la Palabra de Dios
Lectura Bíblica: Mateo 5:17-20
Introducción
Cuando pensamos en la obediencia, muchos la asocian con restricciones o con una carga pesada. Es fácil imaginar que someterse a la voluntad de Dios implica renunciar a nuestra libertad o cargar con reglas difíciles de cumplir. Recuerdo que en más de una ocasión he escuchado a personas decir: “¿Por qué debo obedecer si soy libre de hacer lo que quiera?” Esta actitud revela un malentendido profundo sobre lo que significa caminar con Dios.
Sin embargo, desde las páginas de la Escritura, el Señor nos ofrece una perspectiva completamente diferente. Obedecer Su Palabra no es una carga, sino una invitación a experimentar la verdadera libertad. Esa libertad no viene de seguir nuestros propios caminos, sino de caminar bajo Su guía perfecta. Nuestro Señor lo dejó claro en el Sermón del Monte cuando dijo: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir”.
Estas palabras, que han resonado en el corazón de los creyentes a lo largo de los siglos, no solo reafirman la importancia de la ley, sino que revelan su propósito eterno: mostrarnos el carácter santo de Dios y nuestra necesidad de Su gracia. Es increíble cómo las palabras de nuestro Señor, pronunciadas hace más de dos mil años, siguen iluminando y transformando nuestras vidas hoy.
Para quienes escucharon estas palabras por primera vez, el mensaje de Cristo fue revolucionario. ¿Por qué digo esto? Lo digo porque los líderes religiosos de la época reducían la obediencia a una observancia externa de normas. Imagínate estar rodeado de maestros que enseñaban que todo dependía de cumplir reglas, sin tener en cuenta el estado del corazón. Pero nuestro Señor desafió esta percepción. Él enseñó que la verdadera obediencia no puede quedarse en lo superficial, sino que debe brotar de un corazón transformado por Dios. En sus palabras: “Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí.”
Este concepto de obediencia nacida del corazón no era nuevo. Siglos antes, el profeta Ezequiel había proclamado: “Os daré un corazón nuevo, y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros” (Ezequiel 36:26). Qué impresionante es ver cómo Dios, desde los tiempos antiguos, ya tenía un plan para transformar nuestras vidas desde adentro.
Por eso, Cristo no vino a desechar la ley, sino a cumplirla en toda su totalidad. Él nos mostró que Su propósito no era cargar a la humanidad con mandamientos imposibles, sino guiarnos hacia una relación íntima y transformadora con Él y con los demás.
Hoy, vivimos en una época en la que la independencia personal y la autosuficiencia son exaltadas como virtudes. Admito que es fácil caer en la trampa de creer que somos suficientes por nuestra cuenta. Sin embargo, el Señor nos llama a una obediencia que no se basa en la obligación ni en el temor, sino en la transformación de nuestras vidas por Su gracia. Él nos muestra que vivir según Su Palabra no es una imposición arbitraria, sino un camino hacia una vida llena de propósito, paz y esperanza.
Esta enseñanza nos lleva a reflexionar: ¿cómo está transformando nuestra vida la obediencia a Su Palabra? ¿Estamos obedeciendo con corazones rendidos o simplemente seguimos nuestras propias ideas de lo que es correcto?
I. El Cumplimiento Perfecto de la Ley
Cuando el Señor declaró: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir“, nos mostró que la ley de Dios no es un conjunto de normas arbitrarias, sino una expresión de Su santidad y Su deseo de guiarnos hacia una relación restaurada con Él. En Cristo, la ley encuentra su propósito eterno: revelarnos nuestra necesidad de un Salvador y llevarnos hacia la verdadera justicia.
La declaración del Señor no solo reafirma la autoridad eterna de la ley, sino que también revela cómo esta encuentra su culminación en Él. Cristo no abolió la ley; Él vivió su cumplimiento completo y reveló su propósito final: conducirnos a una vida que refleje la justicia de Dios. Este cumplimiento no elimina nuestra necesidad de obedecer, sino que redefine nuestra obediencia como una respuesta de amor y gratitud.
Durante Su ministerio, el Señor dejó claro que la verdadera obediencia no se trata de apariencias externas, sino de una transformación interna producida por Dios. Él declaró: “Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (vers. 20). Con estas palabras, Él no solo expuso las limitaciones de la religiosidad superficial, sino que nos mostró que la justicia que Dios requiere es imposible sin Su gracia. Este llamado no fue una crítica sin propósito, sino que fue una invitación urgente a rendir nuestro corazón al Señor y permitir que Su Palabra transforme nuestra vida desde adentro.
La obediencia externa que practicaban los escribas y fariseos era insuficiente porque carecía de una conexión genuina con el corazón de Dios. El Señor nos llama a obedecer desde un lugar de rendición total, reconociendo que no podemos cumplir Sus mandamientos sin la obra transformadora del Espíritu Santo en nosotros. Como escribe el apóstol Pablo en Romanos 8:3-4: “Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios enviando a su Hijo… condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu.“
La comparación con los escribas y fariseos no solo destaca su hipocresía, sino que nos confronta con nuestra propia tendencia a confiar en obras externas. El Señor nos invita a algo más profundo: una obediencia que fluya de un corazón transformado por Su gracia. Esto nos recuerda que las apariencias nunca bastan para agradar a Dios; Él busca corazones rendidos que reflejen Su amor y verdad.
Hermanos, una gran realidad es que la ley no fue dada para salvarnos, sino para revelarnos nuestra incapacidad de cumplirla perfectamente. Como escribe el apóstol Pablo: “Por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Romanos 3:20). Pero el cumplimiento perfecto de la ley se encuentra en Cristo, quien no solo vivió en obediencia completa, sino que también llevó sobre Sí las consecuencias de nuestra desobediencia (Isaías 53:5).
En la cruz, Él no solo satisfizo las demandas de la justicia divina, sino que abrió un camino de reconciliación para todos los que confían en Él.
La cruz no solo es el lugar donde nuestras transgresiones fueron perdonadas, sino donde la justicia de Dios y Su amor se encuentran en perfecta armonía. Cristo asumió nuestra incapacidad para cumplir la ley y, en su lugar, nos otorgó Su justicia.
Esta reconciliación no solo transforma nuestra posición delante de Dios, sino también nuestra relación con Su Palabra: ya no obedecemos por temor, sino porque somos libres para hacerlo con gozo.
La obediencia que resulta de esta reconciliación es radicalmente distinta de la obediencia basada en la obligación. Ahora vivimos con una nueva motivación: agradar al Señor como expresión de nuestra gratitud. Como dijo Jesús en Juan 14:15: “Si me amáis, guardad mis mandamientos.” Esta obediencia es una evidencia de nuestra relación con Él y un testimonio de Su obra en nuestras vidas.
Pero el cumplimiento de la ley en Cristo no nos deja pasivos. Él nos capacita, a través del Espíritu Santo, para vivir en verdadera obediencia. Como dice Ezequiel: “Pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ezequiel 36:27). Esta obediencia no es una obligación fría, sino una respuesta de gratitud y amor hacia el Señor.
El Espíritu Santo no solo nos guía, sino que también nos da el poder para obedecer, incluso en las áreas más difíciles de nuestra vida. La obediencia que agrada a Dios no es un acto mecánico, sino una expresión viva de nuestra confianza en Él. Cada paso que damos en obediencia es un testimonio de que Su Espíritu está obrando en nosotros, renovando nuestras mentes y fortaleciendo nuestra fe.
II. El Sacrificio de Cristo y Su Significado Eterno
Como todos sabemos, el pueblo de Israel vivía bajo la Ley de Moisés, un pacto establecido por Dios para mantener su relación con Él y reflejar Su santidad. Esta Ley requería sacrificios de animales para expiar los pecados del pueblo. En Levítico 17:11 encontramos la base de este sistema: “Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas.” Sin embargo, estos sacrificios nunca fueron el propósito final. Más bien, prefiguraban un sacrificio perfecto, uno que no solo cubriría el pecado, sino que lo quitaría de manera definitiva.
Con el tiempo, se hizo evidente que ningún sacrificio animal podía satisfacer plenamente las demandas de la justicia divina. Hebreos 10:4 nos deja saber esto claramente: “Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados.” Este vacío no era un fallo del sistema, sino parte del diseño de Dios para apuntar hacia Su plan eterno: el sacrificio de Su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
El cumplimiento en Cristo
Nuestro Redentor vino como el cumplimiento perfecto de lo que la Ley y los profetas anunciaban. Él no sólo fue el Cordero sin mancha que se ofreció en sacrificio, sino también el Sumo Sacerdote que intercedió por nosotros. En Hebreos 10:10 leemos: “En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre.” Este sacrificio no solo resolvió nuestro problema de pecado, sino que también satisfizo las demandas de justicia y amor de Dios. La cruz se convirtió en el altar donde el pecado y la muerte fueron derrotados de una vez y para siempre.
El apóstol Pedro describe el valor eterno de este sacrificio al decir: “Sabiendo que fuisteis rescatados… con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:18-19). Aquí vemos que nuestra redención no fue comprada con cosas corruptibles como el oro o la plata, sino con el precio más elevado: la vida misma del Hijo de Dios. La sangre del Señor no cubrió simplemente nuestros pecados como lo hacían los sacrificios animales; los borró completamente, restaurando nuestra comunión con el Padre.
Este sacrificio supremo no solo transforma nuestra relación con Dios, sino que también redefine nuestra comprensión de la obediencia. Al aceptar Su sacrificio, somos llamados a responder con una vida de rendición total a Su voluntad. Como dice Romanos 12:1: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.” La obediencia, entonces, no es simplemente un deber, sino una respuesta lógica y amorosa al regalo de la salvación.
El impacto eterno en nuestras vidas
Es natural preguntarnos: ¿qué significa este sacrificio para nuestras vidas hoy? Isaías 53:6 responde con una claridad desgarradora: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas el Señor cargó en Él el pecado de todos nosotros.” Este versículo revela dos verdades fundamentales: la profundidad de nuestra necesidad y la magnitud del amor de Dios. Por nuestros propios méritos, estábamos perdidos, incapaces de salvarnos, pero nuestro Salvador cargó con nuestro pecado, sufrimiento y culpa.
Este acto redentor nos enseña que la obediencia no es posible sin primero reconocer nuestra incapacidad. No podemos obedecer perfectamente la Palabra de Dios en nuestra fuerza humana. Sin embargo, Su sacrificio no solo nos perdona, sino que también nos equipa para vivir en conformidad con Su voluntad. Como escribe Pablo en Gálatas 2:20: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.“
Este acto redentor tiene implicaciones eternas y prácticas. No solo nos asegura la vida eterna, sino que también transforma cómo vivimos aquí y ahora. Como Pablo escribe en 1 Corintios 6:20: “Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.” Este llamado a glorificar al Señor no es una carga, sino una respuesta natural al sacrificio de Cristo. La gratitud, la obediencia y el compromiso con la santidad son el resultado lógico de entender la magnitud de lo que Él hizo por nosotros.
El llamado a una vida transformada
La cruz nos invita a una vida transformada. No podemos mirar el sacrificio del Señor y permanecer iguales. Su sangre nos redime, nos limpia y nos santifica, pero también nos llama a vivir vidas que reflejen Su amor y santidad. Como dice Romanos 12:1: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional.” Nuestra respuesta no es solo emocional, sino racional: si Él dio todo por nosotros, ¿cómo no entregarle nuestras vidas en completa devoción?
Este llamado a una vida transformada incluye obedecer Su Palabra, incluso cuando parece difícil o contraria a nuestros deseos. Cada acto de obediencia, por pequeño que sea, es una demostración de que reconocemos Su señorío sobre nuestras vidas. Como dijo Samuel a Saúl: “Ciertamente, el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1 Samuel 15:22). Esta obediencia no es meramente ritual, sino una evidencia de nuestra relación con Él.
Al reflexionar sobre este sacrificio, somos desafiados a evaluarnos. ¿Estamos viviendo con gratitud? ¿Nuestras decisiones reflejan el precio que Él pagó? Hoy, recordemos que nuestra salvación no fue barata. Fue un acto deliberado, eterno y lleno de amor. Que cada palabra, decisión y acción en nuestras vidas honren al Cordero que fue inmolado por nosotros.
III. La Resurrección de Cristo: El Fundamento de Nuestra Esperanza
El sacrificio del Señor en la cruz no fue el final de la historia. Al tercer día, Él resucitó, demostrando Su poder sobre la muerte y sellando la promesa de vida eterna para todos los que creen en Él. La resurrección no solo confirma Su divinidad, sino que también establece el fundamento de nuestra fe y esperanza. Como afirma el apóstol Pablo en 1 Corintios 15:17: “Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados.” Sin la resurrección, el sacrificio de Cristo habría sido incompleto, y nuestra salvación, imposible.
La Resurrección: Cumplimiento de las Escrituras
La resurrección de nuestro Señor no fue un acontecimiento aislado, sino el cumplimiento de las profecías anunciadas desde el principio. En el Salmo 16:10, David escribió: “Porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu Santo vea corrupción.” Esta profecía, citada por Pedro en Hechos 2:31, apuntaba claramente a la victoria de Cristo sobre la muerte. Además, Isaías 53:10 profetizó que el Siervo sufriente prolongaría sus días después de haber sido ofrecido como expiación por el pecado.
Jesús mismo predijo Su resurrección, preparando a Sus discípulos para el momento culminante de Su ministerio. En Mateo 16:21 se nos dice: “Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén, padecer mucho… y ser muerto, y resucitar al tercer día.” Su victoria no fue un accidente, sino un plan soberano diseñado por Dios desde la eternidad.
Este cumplimiento profético no solo confirma la soberanía de Dios, sino que también nos llama a confiar en Su Palabra. Así como Él cumplió todo lo prometido respecto a la resurrección, podemos confiar en que Sus mandamientos son verdaderos y dignos de obediencia. Cada vez que obedecemos Su Palabra, estamos afirmando nuestra fe en que Sus promesas se cumplirán.
La Resurrección: Garantía de Nuestra Justificación
Romanos 4:25 declara: “El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación.” La resurrección no solo valida el sacrificio de Cristo, sino que también garantiza nuestra justificación delante de Dios. Al levantarse de entre los muertos, Él probó que el pecado y la muerte habían sido derrotados y que Su sacrificio fue aceptado como suficiente para redimirnos. Esta verdad asegura que nuestra relación con Dios no está basada en nuestras obras, sino en la obra perfecta de nuestro Redentor.
Este acto nos confronta con nuestra responsabilidad de vivir como justificados. Si hemos sido reconciliados con Dios, entonces nuestra obediencia debe reflejar esta nueva posición. Como escribe Pablo en Efesios 2:10: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.” Nuestra obediencia no es la causa de nuestra justificación, pero sí es la evidencia de que hemos sido transformados por la gracia de Dios.
La Resurrección: Fuente de Esperanza Viva
Pedro describe el impacto de la resurrección en nuestras vidas de esta manera: “Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos” (1 Pedro 1:3). Esta esperanza viva no es un simple sentimiento, sino una certeza basada en la promesa de que, así como Él resucitó, nosotros también resucitaremos (1 Corintios 15:20-22).
El poder de Su resurrección transforma nuestra perspectiva de la vida y la muerte. Ya no tememos al futuro, porque sabemos que la muerte no tiene la última palabra. Como declara 1 Corintios 15:54-55: “Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” Este triunfo nos da confianza para enfrentar cualquier desafío, sabiendo que nuestra esperanza está firmemente anclada en Cristo.
Esta esperanza viva también nos impulsa a vivir en obediencia. Si creemos que la resurrección garantiza nuestra vida eterna, entonces nuestras decisiones diarias deben reflejar esta fe. Obedecer Su Palabra es una demostración de que valoramos las promesas eternas más que los placeres temporales. Como dice Pablo en Colosenses 3:1-2: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra.“
La Resurrección: Llamado a una Vida Transformada
La resurrección no solo nos asegura la vida eterna, sino que también nos llama a vivir en novedad de vida aquí y ahora. Romanos 6:4 nos dice: “Porque somos sepultados juntamente con Él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva.” Esta transformación no es opcional; es la evidencia de que hemos sido renovados por el poder de Dios.
Como creyentes, somos llamados a vivir vidas que reflejen la victoria de Cristo. Esto implica dejar atrás el pecado, caminar en santidad y proclamar el evangelio con valentía. La resurrección no es solo un evento histórico, sino una realidad que transforma cada aspecto de nuestra existencia.
La obediencia es la respuesta lógica a esta vida transformada. Cada paso que damos en obediencia a la Palabra de Dios muestra que creemos en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Como dijo Jesús en Lucas 6:46: “¿Por qué me llamáis: Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?” La resurrección no solo nos da esperanza, sino también la capacidad y el llamado a vivir conforme a Su voluntad.
La resurrección de nuestro Señor es más que un hecho doctrinal; es la base de nuestra esperanza, identidad y misión. Hoy, somos desafiados a vivir a la luz de esta verdad, enfrentando la vida con valentía y proclamando con gozo que Cristo vive. Que nuestra fe sea fortalecida y nuestra esperanza renovada, recordando siempre que el mismo poder que levantó a Cristo de entre los muertos opera en nosotros (Efesios 1:19-20).
IV. La Ascensión de Cristo y Su Lugar como Intercesor
Después de Su resurrección, nuestro Señor no permaneció en la tierra, sino que ascendió al cielo, cumpliendo Su misión redentora y estableciendo Su lugar como intercesor eterno a la diestra del Padre. En Hechos 1:9 leemos: “Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos.” Este evento no fue simplemente una despedida, sino el comienzo de Su ministerio celestial, donde ahora intercede por nosotros como nuestro Sumo Sacerdote (Hebreos 4:14-16).
La Ascensión: Cumplimiento del Plan de Dios
La ascensión de Cristo fue la culminación de Su obra en la tierra y el cumplimiento de las Escrituras. En el Salmo 110:1, David profetizó: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies.” Este versículo, citado en el Nuevo Testamento, se cumple en la exaltación de Cristo, quien ahora reina con autoridad soberana sobre todo (Efesios 1:20-22).
Jesús mismo preparó a Sus discípulos para este momento. En Juan 14:2-3, Él prometió: “Voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez.” Su ascensión no fue un alejamiento, sino una garantía de Su regreso triunfal y del cumplimiento de Sus promesas.
Esta promesa de la ascensión no solo nos llena de esperanza, sino que también nos llama a una vida de obediencia activa mientras esperamos Su regreso. Como dice 2 Pedro 3:11: “Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡qué clase de personas debéis ser vosotros en santa conducta y en piedad!” La expectativa de Su regreso debe inspirarnos a vivir en santidad, reflejando Su carácter en todo lo que hacemos.
La Ascensión: El Ministerio de Intercesión
Desde Su ascensión, nuestro Señor ejerce Su ministerio como intercesor y abogado. Romanos 8:34 lo declara así: “Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros.” Este ministerio continuo asegura que cada creyente tiene un defensor delante del Padre, alguien que comprende nuestras luchas y aboga por nosotros con compasión y autoridad.
Hebreos 7:25 añade: “Por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.” Este versículo no solo resalta el alcance de Su intercesión, sino también su efectividad eterna. No importa nuestras debilidades o fallos, tenemos un Mediador que vive para sostenernos y guiarnos hacia la presencia de Dios.
La obra intercesora de Cristo también nos motiva a la obediencia, ya que sabemos que no estamos solos en nuestras luchas. Cada vez que obedecemos, incluso en momentos de debilidad, podemos confiar en que Él intercede por nosotros para que recibamos la fuerza y la gracia necesarias. Como dice Hebreos 4:16: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.“
La Ascensión: Promesa de Poder para la Iglesia
Antes de ascender, el Señor dejó una promesa vital para Sus seguidores: el poder del Espíritu Santo. En Hechos 1:8, dijo: “Pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo; y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.” La ascensión no solo marcó el inicio de Su ministerio celestial, sino también el empoderamiento de Su Iglesia para llevar el evangelio al mundo.
Este empoderamiento no es solo para los líderes o misioneros, sino para todos los creyentes. A través del Espíritu, somos capacitados para vencer nuestras debilidades, enfrentar la oposición y cumplir el propósito de Dios en nuestras vidas. La promesa de la ascensión nos asegura que no estamos solos en nuestra misión; el Señor está con nosotros por medio de Su Espíritu.
Este poder del Espíritu Santo también nos equipa para vivir en obediencia a Su Palabra. La obediencia no es simplemente el resultado de nuestra fuerza de voluntad, sino el fruto del Espíritu obrando en nosotros. Como dice Gálatas 5:16: “Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne.” Cuando dependemos del Espíritu, nuestra obediencia se convierte en una expresión natural de nuestra relación con Dios.
La Ascensión: Nuestra Esperanza Futura
Finalmente, la ascensión de Cristo apunta hacia Su regreso. En Hechos 1:11, los ángeles dijeron a los discípulos: “Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo.” Su ascensión no fue el final, sino el preludio de Su segunda venida, cuando establecerá Su reino eterno y toda rodilla se doblará ante Él (Filipenses 2:10-11).
Esta expectativa de Su regreso no solo nos llena de esperanza, sino que también nos desafía a vivir de una manera que honre Su sacrificio. En 1 Juan 3:3 leemos: “Y todo aquel que tiene esta esperanza en Él, se purifica a sí mismo, así como Él es puro.” La certeza de Su regreso debe ser un llamado constante a la obediencia y a una vida que refleje Su santidad.
La ascensión de Cristo nos invita a reflexionar sobre nuestra relación con Él y nuestra misión en la tierra. Como Iglesia, somos llamados a vivir en el poder del Espíritu, confiando en Su intercesión y esperando Su regreso con gozo y anticipación. Hoy, recordemos que nuestro Salvador no solo reina, sino que también nos sostiene, guía e intercede por nosotros.
La ascensión no solo nos da esperanza, sino también responsabilidad. Cada día que vivimos es una oportunidad para obedecer Su Palabra y glorificar Su nombre. Que nuestras vidas sean un reflejo de la gracia que hemos recibido y un testimonio del Señor que esperamos.
Que esta verdad inspire nuestra adoración, fortalezca nuestra fe y renueve nuestro compromiso de vivir para Su gloria.
Conclusión
La vida, muerte, resurrección y ascensión de nuestro Señor Jesucristo no son simplemente eventos históricos ni doctrinas teológicas abstractas; son el fundamento de nuestra fe, esperanza y nuestro llamado a la obediencia. En Su sacrificio, encontramos el cumplimiento de la justicia divina y la demostración suprema de Su amor. En Su resurrección, hallamos la victoria sobre la muerte y la promesa de una vida transformada. En Su ascensión, somos fortalecidos por Su intercesión y equipados por el Espíritu Santo para vivir conforme a Su voluntad.
Obediencia como respuesta natural
Todo lo que Él hizo tiene un propósito eterno y personal para cada uno de nosotros. Como dice Romanos 5:8: “Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros.” Este amor inmerecido nos llama a vivir de una manera que trascienda las palabras, con una obediencia que refleje nuestra gratitud y confianza en Su Palabra.
No se trata de una obediencia fría o legalista, sino de una respuesta natural al regalo de la salvación. Jesús mismo declaró: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15). La obediencia que Él busca es una que fluye de un corazón transformado, rendido completamente a Su señorío. Esto implica no solo cumplir Su Palabra en lo visible, sino también en las áreas más profundas y ocultas de nuestra vida.
El desafío de la obediencia
La pregunta que surge es: ¿estamos viviendo vidas que reflejan la realidad de que hemos sido redimidos? ¿Estamos obedeciendo Su Palabra con corazones rendidos, o estamos permitiendo que nuestras propias ideas y deseos tomen el control? La obediencia es a menudo desafiante, pero es precisamente en esos momentos difíciles cuando demostramos nuestra fe en Su promesa de que Él está con nosotros, guiándonos y fortaleciendo nuestra voluntad.
Como escribió Pablo en Filipenses 2:13: “Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad.” No se nos deja solos en este llamado a la obediencia; Su Espíritu Santo nos capacita para caminar en santidad y reflejar Su carácter.
Un llamado a la acción
Hoy, somos llamados a examinar nuestras vidas. ¿Estamos obedeciendo Su Palabra de manera íntegra, permitiendo que Él transforme nuestras prioridades, decisiones y relaciones? La obediencia no es opcional para aquellos que han sido transformados por Su gracia; es la evidencia de una fe viva.
Mientras reflexionamos sobre estas verdades, tomemos un momento para rendir aquellas áreas de nuestra vida que hemos intentado controlar por nuestra cuenta. Recordemos que la obediencia no es una carga, sino un privilegio que nos lleva a experimentar la plenitud de Su propósito.
Pablo lo expresó claramente en 2 Corintios 5:15: “Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos.” Vivir para Cristo significa rendir nuestra vida por completo, confiando en que Su plan es mejor que el nuestro.
Para vivir en obediencia
Finalmente, que esta enseñanza nos inspire a caminar en obediencia cada día. No sabemos cuándo Él regresará, pero sabemos que Su promesa es segura. Como dijo Jesús en Mateo 24:46: “Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así.” Que nuestras vidas sean un reflejo de Su amor, una respuesta a Su sacrificio, y una preparación constante para Su glorioso regreso.
Hoy, levantemos nuestras voces en adoración, nuestras manos en servicio, y nuestros corazones en devoción, sabiendo que todo lo que hacemos es para glorificar al Cordero que fue inmolado por nosotros. A Él sea toda la gloria, la honra y el poder, ahora y por siempre.